¿Cómo afrontar una película que empieza siendo un festival del humor sin ambición alguna, que aterriza por sorpresa en los terrenos del horror más salvaje y que casi podría decirse que termina con una perversa, patética moraleja sobre la aceptación de uno mismo? Desde luego es un film de identidades ocultas y de sorpresas inesperadas: es difícil reconocer al autor de Clerks (1994), preso de inquietudes adolescentes, amante de lo cotidiano, del diálogo infinito y de la charla freak, en este nuevo Kevin Smith amante de los grandes géneros y responsable del thriller Red State (2011) o de la propia Tusk.
Es difícil reconocer también el género de la película, que va mutando a golpe de giros y más giros de guión, y desde luego es difícil reconocer el tono mismo con el que está narrada, identificar cuándo la película se está riendo de sí misma o cuándo está dejando en evidencia sus propias carencias. El argumento no podría ser más retorcido: el joven creador de un podcast, que se dedica a reírse de los personajes más peculiares que encuentra, viaja hasta Canadá persiguiendo una nueva y prometedora historia. Sin embargo el camino le conducirá, accidentalmente, a las fauces de otro extraño personaje, un anciano que posee una historia aún más sorprendente.
Y ahí termina el relato periodístico, porque las intenciones del anciano no son otras que secuestrar al joven para someterlo a una transformación terrorífica: convertirlo en una morsa, el mismo animal que una vez salvó su vida en alta mar. De repente estamos en otra película, una oscura y aterradora que, además, no tiene pudor alguno en mostrar los resultados de una maniobra demente como aquella. Michael Parks, convertido aquí en un cruce diabólico entre Christopher Walken y Bryan Cranston, interpreta al viejo psicópata y carga la película sobre sus hombros a través del peso de sus diálogos. Podría hablarse de nuevo de confusión en los propios referentes a los que se acerca: desde La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932) hasta El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991), en un registro que salta súbita y espontáneamente desde lo grotesco de la primera a lo terrorífico de la segunda, usando el humor (uno poco elegante) como nudo con el que poder atar ambas formas de acercarse al género de terror.
Y tal vez en ese vaivén de estilos y de tonos se halle un importante elemento desde el que resulta conveniente cuestionar los resultados de la nueva película de Kevin Smith, amparada en ese ambiguo y resbaladizo terreno, convertido en género, que ha dado en llamarse comedia de terror. A veces la película invita a pensar que ha echado mano del humor para poder reírse de sí misma antes de que lo hagan otros o, en otras palabras, para sugerir que es un film más inteligente de lo que en realidad puede parecer, como si el tono cómico la situara unos peldaños por encima de la tosquedad de sus planteamientos. Al igual que el terrible anciano, que oculta bajo la piscina los cadáveres de sus experimentos fallidos, Tusk sólo parece esforzarse en esconder sus trampas.