La primera escena de Un toque de violencia parece una declaración de intenciones. Un discurrir caótico de historias cruzadas donde la coreografía parece reivindicar el protagonismo. Pero la película, lejos de plegarse a las prácticas habituales de este subgénero, tan en boga diez años atrás, separa y narra cada historia por separado, apostando por una estructura en capítulos en lugar de continuar por la senda nerviosa y agitada de ese prólogo.
Jia Zhang Ke sabe que el montaje nervioso o la concatenación de diferentes fragmentos de sus relatos sólo contribuye a disfrazar las lagunas de cada uno de ellos, y a pretender que una falsa idea de ritmo, un falso virtuosismo del montaje, se convierta en reclamo de puro cine-espectáculo. De ahí que sus historias se presenten deslavazadas, una tras otra y no montadas al unísono. El espectador despistado, amante del evento televisivo y educado en la dinámica del serial y de los dispositivos puramente literarios, encontrará en Un toque de violencia una película que, equívocamente, parece responder a cuatro capítulos independientes narrados de forma sucesiva.
Nada más lejos de la realidad. La película usa un montaje lineal porque sabe que las semejanzas entre las historias se revelan por sí solas, y que la estructura que se repite podrá hablar, con mayor intensidad, sobre la cualidad irreversible de los acontecimientos, esos con los que hasta cuatro personajes diferentes se toman su particular venganza contra un mundo que les ha negado toda oportunidad.
Con el largometraje, Zhang Ke vuelve a hacer uso de antiguas mecánicas cinematográficas para impulsarlas hacia nuevos y sugerentes usos: si antes había sido el documental su punto de partida con el que introducirse en una nueva textura de la ficción y hablar de las fisuras sociales que castigan a su país, es ahora el caduco esquema de la historia cruzada el que funciona por colisión en un relato que atañe, nuevamente, a distintas clases sociales.
Los problemas son diferentes y complejos, pero la única salida parece ser ese estallido final que desemboca en sacrificio personal. Un toque de violencia supone tanto un acto de denuncia como un intento de despertar conciencias. Desigualdad, injusticia social… Exposición de lo injusto pero también implicación de aquel que observa. A este respecto habría que alabar la escena con que se cierra el filme, capaz de traspasar el testigo al espectador con una loable honestidad.
Uno tiene la sensación de asistir a una reescritura de Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952) con ese portentoso capítulo inicial, o al aliento del mejor cine contemporáneo en el segundo, a un apasionado cine de género con el tercero o a la mejor mirada de las nuevas generaciones en el cuarto. Reescrituras que no construyen cuatro episodios, sino un gran y único relato de naturaleza inabarcable y de abrumador alcance. Habría que recordar otra de las grandes películas de Zhang Ke, Naturaleza muerta (2006), para observar cómo sus formas han cambiado y sin embargo el deseo de hablar de su país y de sus gentes sigue ahí. Un espíritu camaleónico que, sin embargo, continúa exhibiendo su implacable personalidad. Con Un toque de violencia, Zhang Ke devuelve a la vida formas caducas para terminar firmando uno de los más vivos y absorbentes retratos del presente.