Cuando Brad Bird concibió el film de animación Los increíbles (2004), estaba definiendo el que quizás sea el gran tema central del autor de El gigante de Hierro (1999): las personas con habilidades especiales debían permanecer ocultas para no llamar la atención, contribuyendo a un equilibrio social en el que la mediocridad ha terminado por convertirse en la gran norma para la supervivencia.
Tomorrowland responde a esa misma premisa pero intentando rizar el rizo de lo argumental. La humanidad ha construido una ciudad idílica para todos aquellos cuya imaginación sea capaz de crear objetos maravillosos, pero permanece oculta a ojos del resto como si se tratase de un ghetto para mentes no válidas en lugar de para personas especiales. Algo así como si los soñadores fuesen, en realidad, autores de algún crimen que les impidiera convivir con el resto de los mortales.
La gran lucha del filme de Brad Bird, en esta ocasión, es insertar ese inspirador trasfondo dentro de un esquema de aventuras que impone sus normas continuamente, hasta ahogar el propio material argumental. Tomorrowland pretende poner en juego tantas piruetas visuales y giros argumentales que convierte su relato en una gincana donde todo componente argumental se vuelve accesorio. De ese modo el relato va desvelando sus capas mientras cumple con su promesa de acción ininterrumpida, generando la sensación de que ambas cosas tienen autonomía propia y que, lejos de complementarse, se estorban la una a la otra.
Como en otras ocasiones, hay que encontrar lo mejor del director en los personajes pequeños, esos que elevan a una nueva categoría su constante premisa de proteger lo que de hermoso tiene el ser humano. En este filme esa idea se encarna en la figura de Athena, una niña empeñada en preservar el talento de las personas creativas, interpretado por una Raffey Cassidy llamada a convertirse en una gran estrella. La niña reivindica el poder de la inspiración que contienen los actos creativos y a partir de ahí revela las frustraciones y los deseos de los dos protagonistas. De esas interacciones entre los actores, y no de los fuegos de artificio, se destila lo mejor de la película.
Es por ello que el equilibrio de Tomorrowland es tan delicado, porque sus problemas nacen desde la forma del propio relato y su necesidad de apoyarse en imparables secuencias de acción para poder avanzar. La banda sonora de Michael Giacchino, siempre brillante en labores de orquestación, abraza aquí el tópico del mito de la ciudad perdida a través de la dualidad entre dos acordes recurrentes que, si bien remiten a un cierto misterio que envuelve a la ciudad fantasma, también remiten a un centenar de películas de ciencia-ficción que ya han utilizado antes el mismo recurso expresivo.
Resulta revelador que lo que quede tras la experiencia de ver Tomorrowland no sea ningún tipo de emoción primaria derivada de sus aventuras, sino contagiarse de ese poder inspirador que se oculta en las cualidades de uno mismo y de las de los demás. Lo cual habla de los peligros de una ejecución esclava del entretenimiento, que ha mitigado buena parte de la fuerza del relato, pero que no ha conseguido que se extravíe el espíritu que la concibió.