Vivimos tiempos mediocres. En tiempos de incesante cambio y de ritmo frenético, de vertiginosas transformaciones y en las que todo parece volverse intrascendente, relativo y transitorio. Un tiempo que condena la tradición al más profundo de los ostracismos, y a los referentes y los clásicos como dinosaurios propensos al olvido que deben eliminarse con el tiempo de la memoria colectiva. Lo que importa es el hoy, el presente.
Bajo ese estado de las cosas se realiza Tiana y el Sapo, y en ese mismo estado es donde la película, tal y como el personaje de la humilde luciérnaga, brilla con luz propia en un firmamento saturado de estrenos que miran al futuro y nunca al pasado.
En el cine de animación que mira al pasado la competencia es fuerte. Las dos dimensiones alcanzaron su cenit a principios de los noventa y realizar un nuevo film bajo ese mismo formato implica ser empujado a la comparación directa con las obras magnas de la industria, aquellas que llegaron a las cotas artísticas más altas posibles.
Si bien Tiana y el Sapo es apenas la hermana menor de aquellas, resulta un valiente testimonio animado que recoge el testigo de aquellas en estos tiempos convulsos en los que le ha tocado nacer. Randy Newman nunca será Alan Menken, Nueva Orleans ya no es, desde luego, la ciudad que era entonces, y ni siquiera el cuento permanece sin retorcer en unos tiempos modernos amantes de tergiversar las reglas.
Que la animación sea de primera línea y vuelva a traer a los maestros del género a la primera plana, no resulta una novedad en una película de esta talla. Tampoco lo es el secreto a voces del anhelo del público en que los grandes estudios volviesen la vista hacia el mundo de la animación tradicional. La nostalgia por tiempos pasados en un presente repleto de deslumbrantes efectos tridimensionales ha hecho que la vuelta a la esencia, al detalle y al trazo artesano, se haga muy necesaria.
Con esa paleta de colores ensoñadora y maravillosa, la animación de las ranas y las criaturas que pueblan tal pequeña fantasía queda perfilada hasta la perfección. El cuento narrado al revés cobra vida con el sabor de lo añejo y con una ingenuidad perdida que aquí parece milagrosamente recuperada.
Por primera vez el deseo de sorprender a toda costa pierde la partida frente al deseo de agradar y de volver a retratar, en un filme de animación, la idea de la creencia en los propios sueños, una idea cercana y revisitada cien veces y que aún hoy necesita componerse de vez en cuando con la sencillez y la falta de pretensiones con la que aquí se presenta.
No se trata de un clásico menor, de una película pequeña o de una falta de originalidad de los estudios. Se trata simplemente de echar la vista atrás, hacia un tiempo perdido al que es imposible ya retornar, de una época dorada para creadores y espectadores que queda hoy tan lejana como la amada estrella de la humilde luciérnaga.