Ben Affleck ha vuelto a la dirección después de su descalabro en Adiós pequeña, adiós, hace ahora tres años. Y vuelve bajo otra película de espíritu grande, de altos vuelos, de enorme ambición para un director primerizo.
La filma, de nuevo, arropado por los mejores nombres del panorama actual de la industria: el oscarizado Robert Elswit en la fotografía, Harry Gregson-Williams en la música, y Aaron Stockard como co-escritor.
Sin embargo, el talento narrativo para contar esta historia policiaca no puede comprarse, y es precisamente lo único de lo que carece Affleck como director. Su espíritu es de gran calado, sus convicciones son enormes, sus objetivos están definidos, pero la historia se le queda muy grande a un autor cuyas imágenes son incapaces de contar algo más allá de lo simplemente mostrado.
Demasiadas historias paralelas, demasiados personajes arquetípicos, demasiados hilos narrativos y demasiada displicencia a la hora de contarlos. En ese sentido, Affleck está mucho más cerca del Clint Eastwood de Mystic River que de ningún otro director, y no sólo en su narración o en su clasicismo estético podría emparentarse con el director de Million Dollar Baby.
En su afán por recortar las escenas y su duración desmedida, ese montaje atropellado deriva en un tempo cinematográfico al que se ha dedicado muy poca atención, muy poco mimo. La excelencia de Affleck como director de actores queda patente en un trabajo coral sobresaliente, pero sus pocas cualidades como constructor de historias sólo hacen pensar en lo que podría haber sido The Town en manos de otro autor.
Porque la película quiere hablar siempre de grandes cosas en un tono pequeño, y para eso se necesita ser un narrador de historias muy grande. Cuando The Town quiere acercarse al cine clásico, recuerda a un Clint Eastwood venido a menos. Cuando quiere hablar de la comunidad irlandesa en Boston, la sombra de Infiltrados de Scorsese acaba por engullir el interés de la trama. Y cuando la acción y los conflictos sentimentales pasan a un primer plano, la sombra del Heat de Michael Mann es tan alargada y tan inalcanzable que la única sensación que puede tenerse es la de estar ante un film menor.
En sus pequeños detalles, sin embargo, se encuentra el mayor valor de una película que conviene valorar tan positivamente como señalar sus limitados defectos. En los contados momentos en que las escenas funcionan, en que el guión se desprende de esos arquetipos y sobrevuela sus pretensiones desmedidas a través de una nostalgia contagiosa y contenida en un discurso que asoma tímidamente en algunas escenas, es cuando The Town alcanza su verdadero potencial.
Quizás sea irregular, quizás demasiado ambiciosa, quizás algunos grandes momentos aventuren la gran película que podría haber sido. La única certeza que nos regala esta ciudad de ladrones es la promesa de un director que ha crecido de manera abrumadora entre su ópera prima y esta segunda. Uno de los pocos jóvenes que pueden tomar el testigo del cine clásico americano en el futuro y devolverle su verdadera identidad, su verdadero sentido.