Es de sobra conocido el trato que el cine comercial despacha a los biopics al uso, especialmente a la biografía musical, presa de un gancho comercial tan fuerte que ha terminado siendo uno de los géneros predilectos por la gran industria cuando hay pocas ideas en juego, mucho que vender y poco que contar.
En este caso, el rescate de las anécdotas más jugosas del grupo The Runaways sirve para que Floria Sigismondi dé el salto al largometraje tras una prestigiosa carrera como realizadora en el campo del video musical, firmando la autoría de vídeos de artistas como David Bowie o Sheryl Crow.
A la directora le ocurre como a otros tantos artistas del audiovisual que llegan avalados por sus éxitos en la industria musical, haciendo gala de unos impactantes recursos visuales pero sin habilidad alguna para contar una historia en el formato del largometraje.
A diferencia de Jonathan Glazer o de Spike Jonze, que sí se han afianzado como cineastas tras su paso por el mundo del videoclip, Floria Sigismondi se limita en su película a rodar, con una evidente carencia narrativa, un guión plagado de anécdotas del grupo, especialmente de sus inicios, que avanza con preocupante inercia y que termina navegando a la deriva presa de una falta de discurso que ahoga sus breves destellos de interés.
La historia del grupo musical se cimenta en esa sucesión de anécdotas y en la participación de sus dos reclamos comerciales: Dakota Fanning y Kristen Stewart, que encarnan a las dos artistas principales de la banda. A pesar de su éxito en la caracterización, poco pueden hacer éstas frente a un filme que elige el montaje arbitrario, la puesta en escena perezosa y la saturación musical para tapar sus numerosas carencias y su decepcionante falta de contenido.
Superada la primera media hora de metraje, la historia se centra en la caída al vacío de las chicas, sumidas en una vorágine que ha borrado sus identidades y que señala las drogas como único punto de fuga. El filme pretende entonces aferrarse a un mensaje moralista y encontrar su propio discurso justo en el momento en el que la mano de su directora ha arrastrado las imágenes a los lugares más comunes de la más mediocre de las biografías cinematográficas.
Ni la simpatía con que están tratadas las primeras escenas de la película, los inicios de la banda y su gestación, ni los numerosos guiños que ofrece la producción hacia la cultura musical de los años setenta, colocados más como detalle vanidoso de su autora que como contexto narrativo, son capaces de mantener a flote la idea más allá de esa primera parte de la historia.
Joan Jett y Cherie Currie, absolutas protagonistas de The Runaways, son evocadas a través de una película que parece tener más vocación de cuento de hadas que de homenaje a una época, o a ese colosal grupo de rock compuesto íntegramente por chicas.
El constante recurrir a la música original de la banda frente a la incapacidad creativa de la película sólo hace pensar en la suerte del grupo original, y nunca en las imágenes de la película, el reflejo desgastado de una época importante.