Sucede desde el principio de los tiempos, desde que el cine era sonoro. Cuando una escena queda en silencio y ese silencio da paso al protagonismo de la música, entonces la banda sonora vuela y el trabajo del compositor pasa a un primer plano. No son pocos los espectadores que, en ese momento, advierten la belleza de la misma y se lanzan a vitorear sus múltiples virtudes. Para muchos de ellos, es necesario eliminar primero el resto de elementos sonoros para poder apreciar la música original.
Y sucede también aquí, en The Artist, una película construida bajo el planteamiento estético del cine mudo pero que se salta, de manera tramposa, buena parte de las reglas formales de aquel cine al que se intenta ajustar para congraciarse con un público ávido de propuestas originales y sorprendentes. Al no existir sonido, la música no compite nunca con ningún otro elemento sonoro y, por tanto, tiene muchas más posibilidades de brillar por sí misma que en cualquier otra película contemporánea.
Sabiendo esto, ¿es la partitura de Ludovic Bource la mejor del año, como muchos se empeñan en afirmar? Se trata del primer trabajo importante del compositor, un score academicista, excesivamente correcto y demasiado insistente en superponer el clásico detalle orquestal burlesco sobre la masa sinfónica, aunque no está desprovisto nunca de elegancia ni de brillantez en la orquestación.
Puede que la pieza que mejor defina el espíritu de la partitura sea Fantaisie D’Amour, de tono desenfadado y combinando, como en el resto del trabajo, el tono grácil y burlesco en pizzicato, acompañado de xilófonos y otros elementos ligeros, con la languidez de unas cuerdas que recuerdan el glamour que desprende la cinta cuando la historia de amor pasa a un primer plano. Una pieza sin riqueza musical alguna más allá de su excelente disposición de instrumentos, que bien podría pertenecer a cualquier producto infantil menor de Disney.
Cuando The Artist, la película, encuentra sus mejores momentos en las escenas donde la gestualidad juega el papel protagonista tal y como ocurría en el verdadero cine mudo, como la ya célebre escena del abrigo que muestra el amor de la chica hacia un hombre ausente de la habitación, la banda sonora encuentra también su mejor música. Pero no se trata de la partitura de Ludovic Bource. El mejor tema musical resulta ser el segundo movimiento de la Suite Estancia, opus 8 de Alberto Ginastera, una obra clásica del siglo XX frecuente hoy en las salas de conciertos sinfónicos.
La banda sonora no consigue sus mejores cortes con la exhuberancia de su orquestación, ni con sus ritmos gráciles, ni con su tono burlesco, ni con la descripción de las escenas de acción o aventura. Los consigue cuando se vuelve intimista, cuando se cierra sobre sí misma y se ciñe sólo a contar la historia de amor que ocurre en la pantalla. Comme une rosée de larmes se convierte, con su sencillez pianística y su intimismo sincero, en uno de los mejores temas.
Waltz for Peppy es también un corte destacable, además que acompaña a una de las secuencias más interesantes de todo el filme. Su cualidad ligera, elegante y pegadiza la rescatan de los lugares comunes del resto de cortes de la banda sonora, y a pesar de que durante la pieza el academicismo y los procedimientos de escuela de su autor planean con fuerza a punto de echar a perder el encanto, resulta también un corte notable.
Happy Ending o My Suicide vienen a resultar otros cortes que defienden bien el trabajo de un compositor que escribe aún con demasiada ingenuidad, pero que ya apunta una destreza aplaudible para jugar con un tema central memorable y sobre todo una habilidad deslumbrante para orquestar y manejar los timbres sonoros con gracia y soltura. En el momento en que se despoje de sus materiales menos interesantes y sepa huir de zafios efectismos utilizados para provocar emociones primarias, en el momento en que confíe en el poder evocador de sus piezas más íntimas, entonces Ludovic Bource dejará de necesitar una película muda para ser reconocido por su trabajo.