Tardes de soledad (Albert Serra, 2024)

Andrés Roca acaba de terminar su función en la plaza y ha salido airoso. Ha abandonado
el recinto y entra con cierta premura y alivio en el interior del transporte que lo llevará de
vuelta al hotel. Aún parecen escucharse los vítores de aquellos espectadores que se han
quedado fuera para poder despedirse. Él resopla, se seca el sudor de su frente, cierra los
ojos y toma aliento agradecido. Está rodeado por un séquito que abarrota el vehículo. Se
asoman desde el asiento trasero para colmarle de felicitaciones y alabanzas pero su
mirada permanece perdida, quizá agradecido por sobrevivir a las embestidas de los toros
de la tarde, quizá porque su mirada busca algo más allá que no consigue encontrar. El
héroe ensimismado en su anhelo particular.

Y mientras ocurre todo esto suena el Valse Triste de Jean Sibelius, un vals fracturado, una
pieza nostálgica que parece no arrancar nunca, una orquesta de cuerdas que parece
susurrar con desidia una vieja melodía, como si la orquesta no quisiera evocarla de
nuevo. Pero algo no está bien, no suena completa, la pieza desaparece por momentos y
poco después resurge como si nunca hubiese dejado de sonar, como si esos enormes
silencios formasen parte también de la composición. El montaje de la película aprovecha
los numerosos compases en silencio de la obra para hacerla desaparecer, retomarla más
adelante y que el vals triste resulte más fracturado aún.

Algo no está bien. No es solo la profunda nostalgia de los acordes, ni la evocadora
fragancia de un sonido que remite a una tristeza de carácter permanente: algo no está
bien. La música, utilizada de este modo intermitente y esquivo, impregna el momento de
oscuridad, ennegrece las conquistas del llamado héroe, las sazona con un carácter agrio
y las tiñe de melancolía, como si el triunfo de la tarde no fuese tal. Pareciera que Tardes
de soledad no establece juicio de valor alguno sobre el ejercicio de la tauromaquia (y esa
es una de sus grandes virtudes, que también puede leerse como un homenaje lleno de
admiración al protagonista del documental), pero es la música la que habla, son esos
silencios dramáticos los que opinan, los que lanzan un mensaje: es ese vals fracturado el
que sugiere una verdad que parece prohibida a las palabras.

“Sería una pérdida de tiempo intentar que los franceses citasen otra pieza del compositor
que no fuera el Vals triste”, decía Lucien Rebatet en su célebre repaso a la historia de la
música (Una historia de la música, 1979).  Jean Sibelius tenía treinta y ocho años cuando lo compuso, acababa de escribir su Segunda Sinfonía, la obra que le consagró como autor. La euforia duró poco: unos meses después se centraba en este vals, quizá porque buscaba algo más allá que no conseguía encontrar. El héroe ensimismado en su anhelo particular. “Los finlandeses lo convirtieron en uno de sus héroes, le erigieron una estatua en vida”, continúa Rebatet. Solo el gentilicio hace posible distinguir si el historiador se refiere a Jean Sibelius o al propio Andrés Roca vitoreado por su público, enardecido por sus compañeros en el interior del coche. Las imágenes de Tardes de Soledad parecen barnizar con una pretendida neutralidad los discursos que sugieren. Pero la música tiene otros planes.