«El cine sonoro ha inventado el silencio», decía Robert Bresson. Una cualidad que Aaron Sorkin olvidó por el camino. En cierto sentido, a Sorkin le interesa poco lo que tenga que ver con el cine en sí mismo, ya no le seduce nada que no suponga un ejercicio de exhibición como escritor. Y la premisa no podía ser más brillante: narrar la historia de un hombre a partir de tres momentos concretos de su vida, tres escenas entre bastidores, tres instantes que huyan de las históricas presentaciones de Apple y se centren en el ser humano que hay tras la celebridad. Pero las virtudes del relato terminan ahí, en la decisión de su estructura, porque el guionista no ha concebido la forma buscando una gran película, sino buscando el recipiente ideal en el que desplegar un repertorio virtuoso de diálogos y réplicas. Steve Jobs podría ser tanto una película como una pieza teatral y se diferenciarían poco la una de la otra.
Tal vez lo más grave de la propuesta sea que, aún presentada como demostración de inteligencia abrumadora, termina recurriendo a procedimientos muy poco sutiles. En ocasiones la narración de Sorkin se acerca a lo dogmático: «Yo toco la orquesta», llega a decir Steve Jobs mientras atraviesa unos atriles, para explicar que no es un genio en ninguna disciplina concreta pero sí un visionario. Esta y otras explicaciones parecen tratadas a modo de ejercicio educativo. Las metáforas que utiliza Sorkin traspasan el tono popular para aterrizar en una preocupante simpleza. Y la hermosa decisión conceptual de repetir las interacciones con los mismos personajes en esos tres actos revela muy pronto sus costuras: la hija como vértice de las necesidades dramáticas del personaje, el compañero del inicio de carrera como contrapunto, el directivo de Apple como catalizador de los egos del protagonista… Quizá todo esté triturado, predigerido hasta un extremo en el que la genialidad del creador ha impedido percibir la ingenuidad de los cimientos.
El filme viene a recordar la gran película que era La red social (2010), también con el mismo guionista. Mientras David Fincher transformó el texto de partida en un material puramente cinematográfico, Steve Jobs es la simple puesta en escena de un guión virtuoso. Danny Boyle dirige la película como si quisiera llamar la atención sobre su presencia como autor, en lugar de buscar las expresiones que mejor ayuden al relato. Hay una escena cumbre, en la que Jobs discute con su compañero mientras recuerdan su despido, que bien podría extrapolarse a lo que ocurre entre director y guionista a tenor de aquellas imágenes: son procedimientos consagrados a mostrar la genialidad de sus firmantes, aún cuando su eficacia narrativa pueda ponerse fácilmente en duda.
Las hermosas recreaciones de Kate Winslet y Michael Fassbender, intensas y apasionadas, despojan a la película de ese armazón con el que la realidad audiovisual del presente impone su ideal en torno a exhibir las virtudes, en lugar de conjugarlas. A través de ellos la película se quita sus máscaras, descubre los vacíos del escenario, las paredes en blanco, la trivialidad del texto. Las transparencias sobre las que Danny Boyle proyecta palabras, lanzaderas espaciales y otros fuegos de artificio se desvanecen y sólo se perciben las siluetas de los intérpretes, como si el guión estuviera lleno de palabras pero la película aún estuviera en blanco.