Desde la teoría, las películas de James Benning son sugerentes formas de hacer mirar al cine hacia delante con herramientas sorprendentes. Volver sobre la mirada de Edison y los Lumière para descubrir que sus “vistas” siguen siendo poderosas maneras de ver el mundo en el presente, o interrogarse sobre cada elemento de la imagen como elemento comunicativo, como si se hubiera propuesto observar la manera invisible que tiene la realidad de transmutar a cada segundo que pasa.
Desde la práctica, sin embargo, sus películas se convierten en auténticas pruebas de resistencia. Si en 10 Skies (2004) el resultado de su exploración eran diez planos de cielos en los que podía intuirse el imperceptible paso del tiempo, aquí Benning propone, quizá, la cara oculta de una road movie filmando cuarenta y siete planos de carreteras a través de una docena de estados de la Norteamérica actual. Las decisiones de montaje las marca un vehículo que atraviesa la composición, o incluso detalles menos evidentes. En sus imágenes desaparece progresivamente la belleza del paisaje para alumbrar la habilidad del cineasta para componer el plano o explorar las posibilidades del punto de fuga. La consecuencia son casi dos horas de planos vacíos, en apariencia, de todo contenido.
La operación es tan fascinante en lo conceptual como agotadora en su visionado. No importa el discurso interno que contenga cada plano, sinolo que provoca la unión de todos ellos. La utilización del digital por parte del cineasta, además, ha multiplicado este proceso. El Benning naturalista sigue preocupado por las ráfagas de viento que cambian la composición del plano, o por un insecto que atraviesa inesperadamente el encuadre. Al Benning matemático, por el contrario, parece interesarle más la acumulación de ideas similares, como si coleccionar ejemplos suscitados por un mismo pensamiento pudiesen refrendar una teoría capaz de explicar el mundo.
La cámara del cineasta atraviesa, en su deseo de llevar la idea hasta sus últimas consecuencias, una docena de estados que lo llevan casi de una costa a otra del país. Las estaciones se suceden, el paisaje cambia y es inevitable preguntarse qué historias esconde cada lugar filmado. La mente siempre buscando siempre relatos sobre las que acomodarse, pero el cineasta (y la película) parecen perseguir algo distinto. De ese modo, es tan inevitable dejarse fascinar por la carga poética de sus imágenes como permitir que la mente viaje a otros lugares y termine alejada de la propia película. Un ejercicio de resistencia como espectador que ofrece no pocas recompensas al final del camino. Al iniciar el regreso de su largo viaje, las imágenes no solo revelan su carga conceptual sino también el propio retrato de un país. Un rostro pocas veces descubierto. De repente, un proyecto en apariencia descabellado aparece tan vinculado a la revisión de su país como la operación que han hecho otros grandes cineastas en el terreno de la ficción, para terminar susurrando su voz propia: Esto también es historia de América. Esto también es América.