Skyfall tiene poco que ver con la generosa historia que conformó la saga Bond hasta la llegada de Daniel Craig, y sin embargo conviene tener muy presentes los elementos que han forjado el mito, para reconocer la manera en la que son deconstruidos aquí. También conviene pensar en ella como una película del director Sam Mendes, y no como un producto meramente gestado bajo la pluma del guionista John Logan, para reconocer la importancia en ella del conflicto familiar como verdadera piedra angular del relato, bajo la estilizada superficie de un universo visual tan sólido como sobrecogedor.
Porque, ¿cómo no rendirse ante la sublimación de un trabajo visual que apabulla desde la primera escena del prólogo hasta su imponente secuencia final? En ese sentido, la película no lleva la impronta de Sam Mendes y su trasnochado concepto de película épica. Tampoco el sello de John Logan y sus sobrevaloradas tracerías argumentales que se exceden de tiempo. Si hay un nombre propio en la película es el de Roger Deakins, aquel director de fotografía que convierte en definitivo arte de lo visual todo proyecto en el que participe. Cada secuencia se impone como una clase magistral, desde la sugerente paleta de colores hasta la impecable belleza de la iluminación, pasando por una gloriosa inventiva por la que cada plano sabe a nuevo y que, sin embargo, no se superpone nunca al desarrollo de aquello que intenta ilustrar. El talento narrativo y la maestría compositiva han convertido a Deakins en uno de los mejores operadores del mundo. Es su humildad la que, quizás, le coloque sobre aquellos otros nombres que, a día de hoy, poseen habilidades cercanas a las suyas.
Así da comienzo la película: Un pasillo en el que aparece, al fondo, una silueta imposible de identificar. Y con su llegada, las dos notas de la fanfarria de metales con las que se inicia el célebre tema que identifica instantáneamente al personaje. Bond. El actor se acerca con la pistola en mano, y al llegar a la marca en primer plano, un pequeño foco, inteligentemente situado, ilumina una parte de su rostro. Daniel Craig. Y al mismo tiempo que sucede esa revelación, suena un címbalo desde el fondo de la orquesta. Elementos narrativos, visuales y sonoros que funcionan al unísono y de manera compacta, como diminuta muestra de la solidez técnica de la que hará gala la película hasta su resolución. No es solo su fotografía la que reluce, sino todas sus disciplinas puestas en coherente consonancia con aquello que se cuenta.
Skyfall es muy consciente de que la iconografía en torno al mito de Bond ha alcanzado su paroxismo. Ya conocemos los gadgets secretos que contiene el Aston Martin, o cómo le gusta al personaje tomar su Martini. Por eso la película se ve obligada a introducir esos tópicos en un segundo plano y no frivolizando con ellos, aspecto en el que fracasaban las cintas menores de la saga. En su lugar hay un interesante trabajo de subrayado, que insiste en cómo los elementos que han forjado el mito ya no son válidos o, al menos, que han perdido el impacto del que gozaban en décadas pasadas. Y de ahí nace la sugerente política de ofrecer a un Bond más humano, con Daniel Craig como símbolo de ese cambio, menos preciso, más sensible, menos refinado y más apasionado. En una palabra, hacer imperfecto el mito de la excelencia.
En ese sentido, Skyfall es una de las pocas peliculas que se han atrevido a participar del trasfondo del personaje. Más concretamente, respecto al espinoso y difuso capítulo de su infancia. Ahora Bond falla algunos disparos, pero por contra resulta alguien mucho más cercano, mucho más afín al espectador. Bond ha pasado de ser aquel personaje al que admirar a ser alguien con quien identificarse fácilmente, sin perder por el camino ni un solo rastro de su esencia. Y, al mismo tiempo, es ese respeto por el pasado y por la tradición los que otorgan una dignidad superlativa a la película, cuyo discurso se esfuerza continuamente en subrayar el valor de lo antiguo, de la tradición. En darle sentido a ese pasado cuyo presente inmediato se empeña en hacer caduco. Se sienta frente a un cuadro de Turner en la National Gallery que le recuerda el paso del tiempo. Ya no reconoce a Q, porque las generaciones han cambiado. En otras palabras, Skyfall plantea la necesidad de alejar al personaje de las modas del momento. Reivindica la importancia del mito por encima de la época en la que le ha tocado vivir a cada una de los filmes de la saga. Porque si varias décadas atrás se convertía en uno de los pocos canales por los que el cine podía hablar sin tapujos sobre la Guerra Fría, hoy Bond grita a los cuatro vientos los peligros de encontrarse frente a enemigos sin rostro y sin identidad más allá de la red de redes que maneja nuestras vidas.
Se ha hablado de la influencia que The Dark Knight (Christopher Nolan, 2008) ha tenido sobre la creación de este proyecto. Y puede que esa influencia vaya más allá de lo estructural o lo superficial. Podemos encontrar aquí, tal y como ocurría en la apocaliptica obra de Nolan, ese sentido infatigable de la justicia y su defensa más allá de las administraciones y de los procedimientos. La película utiliza montajes paralelos, en no pocas ocasiones, en los que la batalla en los despachos se pueda igualar a la lucha directa en el trabajo de campo. O al menos que tengan la misma importancia. La influencia con Dark Knight es a la vez la fortaleza de la película y su mayor obstáculo, pues era aquella una obra desigual de la que aquí se heredan algunas de sus dispersiones argumentales y de sus ambiciones desmedidas que sólo conducían a la saturación. No conviene pensar con ingenuidad que un modelo limitado como aquel, tan deslumbrante como irregular, es el que podría llevar a los mejores niveles de excelencia. Skyfall sigue siendo, ante todo y a pesar de todo, una simple película de James Bond, ni más ni menos.
Al mismo tiempo, Skyfall cuenta con su Joker particular, un Hannibal Lecter de los nuevos tiempos que ahora hackea a las grandes corporaciones a través de Internet en lugar de comerse vivas a sus víctimas. Los tiempos cambian en apariencia pero los personajes siguen siendo eternos. Sam Mendes cree que será con este personaje con lo que pasará a la historia de la franquicia y otorga toda la libertad posible a su actor, a la vez que cuida especialmente la planificación de las tomas en las que aparece. Un plano secuencia para presentarlo, donde prime el discurso presente en su monólogo y la interpretación de su actor. O un exceso de primeros planos que ayude a radiografiar la presencia del monstruo tras la apariencia humana. Parece una obligación no escrita la existencia de un histrionismo latente en las actuaciones de aquellos interpretes que encarnan a estos personajes, como forma de convertirlos en aún más incómodos. Y aquí se nota, con diferencia, la libertad con la que Javier Bardem crea a ese villano y al que se le permiten toda clase de excesos, no todos positivos. El actor ha respondido mejor a lo largo de su filmografía cuantas más instrucciones ha recibido de su director y no al revés, y la prueba es cómo aquí una toma más larga de lo normal se acerca al ridículo y disipa la seriedad con la que está escrito su personaje. Gestos, tics y bromas que invitan a la carcajada o tal vez a la complicidad, pero no del todo a la creación, a la consistencia de un personaje creíble. Uno puede excederse en su papel y a la vez mostrar la sabiduría de la contención. El pecado del actor es que, cuando Mendes le invita a excederse en un plano concreto, él decide sobreactuar como manera de exhibir sus cualidades interpretativas, consiguiendo en muchas escenas importantes el efecto contrario.
Los aciertos de la película alcanzan incluso a un portentoso tercer acto que repliega sus imponentes escenas de acción para dar paso a una resolución mucho más personal, más poética y menos grandilocuente sin abandonar su intenso tono épico. Bond es ahora vulnerable pero al mismo tiempo capaz de enfrentarse a cualquier cosa, de ahí la grandeza de los planteamientos de la película, que ha encontrado por fin el modelo de producción para una saga de calidad proyectada hacia el futuro. La idea de contratar al mejor artista del momento en cada disciplina ha creado, en este Skyfall, uno de los productos más perfectos jamás facturados en la franquicia sin perder su nombre propio. La mezcla perfecta entre diversión y calidad. Bond se ha encontrado a sí mismo justo en el momento en que parecía más lejos que nunca de su propia imagen.