Han pasado catorce años desde el estreno de Mi nombre es Joe, una de las películas más completas, conmovedoras y apasionadas de la filmografía de Ken Loach. Aquella era una película bastante cercana a esta, con algunos puntos en común en lo argumental y sobre todo con una actuación muy similar de Peter Mullan.
Aquel fue su gran momento, el más celebrado. Su actuación en Tyrannosaur es destacable, pero en el fondo no es más que una prolongación de aquella con la dosis de histrionismo y descontrol de las que hace gala un gran actor cuando no se encuentre frente a un director a su altura. Tras la cámara no hay un realizador que sepa frenar los excesos de su gestualidad y que le recuerde las virtudes de la contención en lo interpretativo.
El cuento está escrito y presentado con apreciable esfuerzo. Al principio es la violencia la que domina el día a día de un personaje sin esperanza, y es en el encuentro de otra alma, que sufre tanto como él, donde surgen las posibilidades de encontrar motivos que den nuevo sentido a lo vivido.
Tyrannosaur continúa la estela de un cierto cine británico empeñado en el género del drama social como fábula moralista y también como documento de la evolución histórica del propio país. Películas que siguen patrones idénticos y cuya relación con el cine es más bien la del teatro filmado (This is England, Shane Meadows, 2006). Lo que la eleva por encima de sus compañeras del género en la última década es, precisamente, ese respeto por un lenguaje de lo visual que trascienda la mera documentación de los acontecimientos y se atreva a hablar a través de sus imágenes.
El tono de fábula es evidente, incluso a pesar de la cruda rudeza de su superficie. La de dos personas que huyen del dolor que les ha causado el pasado pero que también saben que, para redimirse, como bien reza el título en España, deben primero pagar por sus propios errores. Lo hermosos del filme es que muestra cómo aún hay lugar para el perdón en dos almas que parecen condenadas, y el trayecto que recorren para encontrar ese perdón es igualmente hermoso.
La película no tiene el brío visual de Ken Loach. El filme de Considine busca con mucho más cuidado el plano bonito y estudiado. Pasión en lo que cuenta, en lo que hace, pero propone una puesta en escena tan recreada en lo estético que impulsa los sentimientos contrarios, el distanciamiento de su historia. De ahí aquellos hermosos planos del cine social de Ken Loach, el encuadre feo, la cámara al hombro, y los movimientos inesperados. Pasión a la hora de rodar, de filmar, de recoger la historia y no dos meses antes, en el momento de la planificación del rodaje.
Tyrannosaur se convierte, así, en un descenso a los infiernos en el plano argumental, pero extrañamente luminosa en su planteamiento estético. Lo que conmueve de verdad en ella es la actuación de dos intérpretes que transforman a dos personajes en personas auténticas. Recreaciones llenas de verdad, plenas de dolor, haciendo gala de una naturalidad y un desbordante magnetismo que parece traspasar la pantalla.
Incluso siendo autoconsciente de que se trata de una película que se encuentra por encima de la media de sus coetáneas, el filme se abandona en no pocas ocasiones a los lugares comunes del cine forum, de las decisiones más convencionales, de las menos arriesgadas. Personajes arriesgados que se lanzan al vacío en cada secuencia, atrapados en una película que nunca se atreve a arriesgarse del todo.
Algunas películas pertenecientes a la tradición clásica estaban disfrazadas bajo un engañoso y enigmático título. El significado quedaba revelado durante la película, en un detalle de apariencia poco importante. Pero la revelación de un diálogo de la película que desvela, de repente, el sentido del título del propio filme parecía albergar un desborde de inteligencia que terminó por convertirse en costumbre, en una demostración del talento del escritor y del buen gusto del director. Aquel gesto hoy se ha convertido en moda, en una pose, en un falso símbolo de sello autoral, impostado de manera forzada en películas que no lo necesitan, como es el caso.
Pero no es el único detalle que desvela su falta de compromiso con el material que propone. Después de desplegar algunas de sus más solemnes virtudes durante los momentos decisivos de la trama, la película culmina con un epílogo narrado a través de una innecesaria carta, que se convierte en la explícita y tediosa voz en off más propia del cine adocenado del presente que de los logros de la cinta hasta ese momento, en una aparente voluntad de reducir metraje y atar cabos sueltos de la trama que tampoco se corresponde con el tono general de la narración.
Una vez más, recursos innecesarios, que aparecen impostados precisamente porque lo que tiene verdadera fuerza en la película genera que todo lo falso reluzca con el brillo de lo incoherente. Elementos de hermosa naturaleza frente al falso efectismo de los recursos propios de la fórmula. Dicho de otro modo, Tyrannosaur conmueve cuando vemos sufrir a sus protagonistas, no cuando nos recuerdan lo mucho que han sufrido. Para un Considine que pretende reivindicarse como un autor de lo más sofisticado, su película es bastante poco sutil en los momentos importantes.