¿Tiene sentido acercarse a homenajear al VHS cuando lleva años desaparecido? ¿Es interesante reflexionar hoy acerca del cambio de formatos y de la nostalgia que arrastra la desaparición de éstos? Para Michel Gondry, nada tiene sentido tal y como la sociedad lo concibe, y en su encrucijada contra el paso del tiempo filma una película llamada a ser un filme de culto.
En el mundo troquelado, inocente y sin corromper del polifacético e inclasificable autor, lo análogo, lo pasado de moda, los objetos que antes formaban parte de nuestra vida cotidiana, siguen estando presentes en la realidad como si las cosas no evolucionasen. Existe en su cine una especie de trasgresión temporal donde los objetos no pertenecen a su época y donde sus influencias se mezclan con el propio tiempo presente.
Ese mundo imaginario construye una vez más un universo tan peculiar como absurdo. De nuevo escrito con su propia pluma (y es su segunda aventura como guionista y director, después de la estupenda ‘
Detractor del primer acto, poco amante de la estructura de presentación tradicional, el realizador acomete en sus primeros minutos de película un auténtico torbellino de situaciones absurdas y no se preocupa en presentar ninguna de las premisas que necesita el espectador para sentirse partícipe del juego. Como un niño que no quiere invitar a nadie a su habitación, Gondry empieza a jugar mucho antes de permitírselo a su audiencia. Ese esfuerzo por entrar en la historia, por aceptar esos quince minutos iniciales de borrachera, son el mayor punto flaco de la película, que ya no remontará jamás su desdén hacia cualquier rastro de estructura argumental y su amor por lo absurdo.
Pero Gondry se permite convertir su película enteramente en su particular mundo de diversión troquelada y colorista porque sabe que su aventura vale la pena, porque sabe que hay algo que se esconde en ella que el espectador avispado no va a dejar pasar. Ese gran valor que atesora la película es el de la inocencia primigenia, la ilusión primaria y sencilla por las pequeñas cosas, el optimismo y la esperanza condensados en un argumento delirante pero que se transforma en entrañable en cuanto somos capaces de captar el tono de todo su contexto.
Ese contexto es un tour de force emocional, el drama de un anciano por evitar que su edificio (y su negocio) sean demolidos, frente a dos jóvenes que ayudan a mantener el negocio a flote, un ridículo videoclub de vhs que aún sobrevive a día de hoy (de nuevo su amor por tiempos pasados, por las causas perdidas).
Las tracerías de ambos chicos por evitar la tragedia se convierten en un entrañable y divertido homenaje al universo del vhs y a sus refrentes cinematográficos, especialmente de los años ochenta. El espíritu de optimismo y el grupo juvenil que terminan moviendo los dos chicos es la fuerza impulsora tanto de la rebelión de los personajes como de la propia película, que respira optimismo, afán de superación, alegría por el esfuerzo compartido y por la consecución de un objetivo común.
De paso Gondry aprovecha para describir con ironía el gusto del público actual por lo freak, por lo ridículo y lo alejado del buen gusto (el público del videoclub prefiere las versiones caseras que graban los dos chicos antes que las películas originales de la tienda) en una bola de nieve generada por la incultura y la marginalidad de los instrumentos que fomentan el desarrollo y creación de esa cultura inexistente.
La emotividad se apodera del último acto, cuando la imposibilidad de alcanzar el objetivo confronta a los dos universos convocados: la realidad, presa de un conflicto irresoluble, y la ficción generada por los protagonistas con el objetivo de arrancar sonrisas en medio de esa tristeza por la pérdida de lo amado.
Al final los protagonistas no han sido conscientes de que han sido ellos quienes han creado su propia felicidad, quienes han forjado el milagro, han construido sus propios sueños partiendo de la nada y han movido montañas y realidades a través de sus pequeños actos. Pero el espectador, privilegiado y afortunado espectador, ha sido invitado a ser consciente, y partícipe de esa alegría.