No es necesario insistir en las limitadas capacidades de aquellas películas construidas en torno a un retrato biográfico de una celebridad del pasado. En el género se circunscriben todos aquellos filmes que no tienen nada que contar. El mayor aliciente para el espectador, en muchas ocasiones, es descubrir por vez primera al personaje, ahondar en su historia personal, o asombrarse con el poder de la caracterización del actor de turno.
La película relata, en esta ocasión, la semana que Colin Clark pasa en el rodaje de El príncipe y la corista, junto a Laurence Olivier y la propia Marilyn Monroe, a través del diario personal del joven. Abarca, pues, apenas una semana de historia, aquella en la que el rodaje de un filme menor se convirtió en un auténtico calvario para aquellos que trabajaban en ella.
Cuando uno comprueba que Simon Curtis lleva haciendo películas pequeñas para la televisión desde los años ochenta, se plantea de inmediato la cuestión sobre si no es este filme otra producción televisiva hinchada para su estreno en pantalla grande. Tras observar los primeros diez minutos de puesta en escena, esas sospechas se ven confirmadas. La película tiene todos los elementos de lo televisivo: una narración anodina, un argumento convencional, el retrato de una gran estrella, amor y drama en desmedidas proporciones y la presencia de una actriz que justifique el proyecto.
Porque de eso se trata, aquí como en cualquier otro biopic, de encontrar el milagro de la resurrección de Marilyn en el rostro de una Michelle Williams abrumadora, mimetizando los gestos de su personaje hasta hacerlos suyos. No resulta, sin embargo, una composición sorprendente, pues es conocida la impresionante capacidad de la actriz para entregarse por completo a sus papeles. El aliciente es encontrarse con esos momentos en los que Michelle Williams desaparece y parece que estemos contemplando las escenas entre bastidores del verdadero rodaje de El príncipe y la corista, y maravillarnos con el aura de la actriz que nos había sido negado.
Sin embargo, no es el dulce y ambiguo retrato de Marilyn lo que sostiene la película en pie. La hermosa caracterización va desvaneciéndose y perdiendo su fuerza inicial conforme la película avanza. Eddie Redmayne, el actor que da vida al joven protagonista, desaparece del plano en cuanto otro actor le acompaña. Lo que levanta el edificio es la portentosa recreación de un soberbio Kenneth Branagh en la piel de un irritado Laurence Olivier, con sus miedos y sus contradicciones, con sus enfados y sus intentos de reconciliación con la estrella de su película.
A esto se une también la complicación de una puesta en escena que pocas veces acierta en el modo de representar lo narrado. Branagh acapara los primeros planos y con ellos puede percibirse la intensidad de su creación, el acento, los gestos, la fuerza impulsora de su interpretación sobresaliente. En cambio Marilyn está inundada de planos generales. Se pierde entre la muchedumbre, como el propio personaje. Las malas decisiones de lo filmado constituyen el punto de fuga por la que las posibles virtudes del filme huyen escapan al pobre control de sus imágenes.
El filme, o telefilme si uno prefiere revelar y reconocer la verdadera condición del producto, atesora al menos la virtud de componer a Marilyn como personaje complejo y caótico, y no abandonarse al retrato glamoroso de la gran estrella que fue. La lástima de Mi semana con Marilyn es que en los actores parece haber mayor pasión de la que nunca hubo tras la cámara.