Cuesta ver en el cine de hoy películas tan despreocupadas, filmes que elijan deliberadamente separarse de los caminos convencionales que marcan la estructura argumental que han escogido para construir algo nuevo.
Mi segunda vez se desliga de su género apenas termina la primera de sus escenas, cuando deja claro que no tiene ninguna intención de seguir una historia sorprendente o novedosa, y que, a pesar de su mal gusto en algunos momentos, se abandona al discurrir natural y displicente que propone en base a un núcleo familiar desestructurado.
Esa nadería narrativa beneficia mucho al devenir de la película, al sumirla en una naturalidad y sencillez nada común en la gran mayoría de estos productos.
La diferencia de edad entre el canguro que cuida de los niños y el personaje de Catherine no es la premisa dramática de la relación, ni de la película, aunque sirve para formar más de un giro de guión, y los momentos más previsibles de la cinta.
Quizás de lo que más se beneficie la película sea de los valores que desprende el personaje de Justin Bartha, que ayudan a que ese no-argumento se sostenga por la transparencia de su mensaje.
Pero el filme pronto abandona los caminos que se ha atrevido a tantear para plantear un momento de crisis que desemboque en la vuelta al camino más previsible posible. Es entonces cuando pierde todo lo que había cosechado, y el metraje entonces se vuelve frenético para tratar de ajustarse en pocos segundos a las estructuras clásicas y mediocres de la comedia romántica de los últimos tiempos.
El sabor es entonces agridulce, un paso valiente que atisba momentos disfrutables, pero que se encierra finalmente en la cobardía de un guión endeble. Suerte que la película termina antes de que esos defectos descomunales terminen por absorberlo todo.