Eleanora Derenkowsky vino al mundo veinte años después del nacimiento del cine. Maya Deren, su pseudónimo, vio la luz mucho después. La niña nació con el cine, la mujer nació para el cine. Bailarina, coreógrafa, Deren siempre encontrará en la danza la limitación del acto imperecedero que muere en el mismo instante de su nacimiento, de ahí su necesidad de filmarlo para desafiar al tiempo, para que ese instante sea eterno.
Tampoco la poesía la acercará a sus sueños, en tanto que sufriría siempre la sensación de tener que recorrer un sendero de ida y vuelta para poder llegar hasta sus auténticas ideas. Era una auténtica cineasta, pues pensaba siempre en imágenes, y no en términos literarios. En sus propias palabras: “Fui poeta antes que cineasta, y fui muy pobre poeta. Siempre pienso en términos de la imagen, pues lo que existe en mi mente es una experiencia puramente visual que la poesía me obliga a traducir a términos verbales”. Tomar una cámara en sus manos fue como volver a casa. Podía hacer aquello que siempre había deseado y necesitado hacer sin tener que transportarlo a una forma verbal.
Allí, en sus primeros experimentos junto a Marcel Duchamp, apareció Maya por primera vez. La artista había encontrado, por fin, su medio expresivo. Deren sabía que sus películas no llegarían nunca al gran público y por eso las denominó desde el principio “películas de cámara”, para reconocer en ellas su vocación intimista y su absoluta libertad expresiva, su independencia con respecto a cualquier lenguaje ya existente. He aquí el eslabón perdido entre el surrealismo de los años veinte y el cine de vanguardia, aún cuando no existía siquiera el cine underground, que dio sus primeros balbuceos junto a los primeros pasos de Maya. Antes de David Lynch ya existía Maya Dern. Antes incluso de La Aventura (1960) de Antonioni, aquella película destinada a partir en dos la historia del cine, Maya Dern ya había sembrado aquellos campos desde el hermoso silencio de sus películas mudas.
Una vida de cine, siete cortometrajes en los que puede condensarse la belleza del mundo, la riqueza de los pensamientos del alma humana y la más hermosa expresión de sus anhelos. Pintura, danza y forma hechos cine. Meshes of the Afternoon (1943) es su primera película y también su obra maestra, en un onírico, críptico y profundo diálogo sobre la decisión de amar y ser amado. En el universo de Maya, una llave que abre la puerta de un peligroso mundo, de un doloroso giro del destino, bien puede representarse con un cuchillo. O el ser amado bien puede representarse bajo la amenazante proyección de uno mismo. Le interesa filmar sus propios pies como único vínculo del hombre con el mundo real, como símbolo de las decisiones tomadas y del camino que avanza de manera tímida y aparentemente esquiva. La velocidad de la imagen disminuye y subir una escalera se convierte entonces en una danza, en un momento cinematográfico de sublime impacto que condensa los logros e intenciones de toda una filmografía.
Meshes of the Afternoon es una obra a la que volver a menudo, pues sus lecturas pueden ser tan dispares y enriquecedoras, la experiencia tan absorbente, que enfrentarse a ella puede ser cada vez la de presenciar una película diferente. No ocurre así con At Land (1944), su otra gran película, una travesía por el desierto mucho menos punzante y dolorosa y con permiso para desvanecerse en su propio ensimismamiento. En ella, la cineasta explora de nuevo el universo amoroso bajo un sugerente prisma recubierto de metáforas descarnadas, nada sutiles. Persigue al ser amado con la mirada y el espíritu entre la muchedumbre. Para Maya representarlo es entregar también toda expresión corpórea para saltar, literalmente, sobre la mesa de los comensales en dirección a su objeto de deseo. Al llegar se encuentra con su propia relación sentimental vista en pasado, representada en una partida de ajedrez cuyas piezas se mueven solas recordando y repitiendo cada movimiento de la vida compartida. Solo una pieza resulta esquiva, nunca entendida. Una frase o un gesto que nunca fue comprendido en su momento y que Maya perseguirá para intentar entenderla durante el resto de su vida, una vida que no es otra que la duración de un cortometraje que se quema en las retinas y que respira en sus ensoñadores espacios abiertos con la fuerza expresiva de su protagonista.
A partir de entonces, Maya dedicará su relación con el cine a la búsqueda de una idea que aún hoy persiguen los cineastas más sensibles. Tanto A study in choreography for camera (1945) como Meditation on violence (1948) están filmadas bajo una filosofía que impulsa al cine hacia delante con un paso de gigante. Se trata de capturar el valor de una danza mientras el movimiento de la cámara se corresponde con el movimiento de la coreografía. Dicho de otro modo, la decisión de puesta en escena fluye al mismo tiempo que fluye la danza, convirtiendo así dos piezas de cámara sencillas en un valioso testimonio de destierro sobre todo delirio de grandeza en base a una planificación cinematográfica que se base en las decisiones visuales de su realizador y supeditar encuadre y movimiento a la manera de moverse del actor filmado para que el cine se acerque así, un poco más, a una representación de la realidad que nuestros ojos son incapaces de ofrecernos. En ellas, la cineasta nos ha obligado a contemplar la belleza de los gestos a través de sus propios ojos, a partir de su manera de verlos.
Al morir, las cenizas del cuerpo de Maya fueron esparcidas sobre el Monte Fuji. Pero ella nunca se ha marchado. Vuelve a despertar cada vez que viajamos hasta las desiertas playas de At Land y la acompañamos en su camino, cuando nos transmitía sus enormes ganas de descubrir el mundo, cuando no se rendía en intentar encontrar el significado de la pieza que le faltaba. Allí queda su amor por Alexander Hammid, el director que le enseñó cuanto sabía, que filmó y que aparece en muchas de sus películas. Allí queda también el canto inmortal que le dedicaba a él y que parece respirar en las imágenes que filmó. Trato de entenderte, busco el significado de todo cuanto me diste. Quiero decirte que el único camino que he emprendido jamás fue para llegar hasta ti. Durante la travesía encontré el cine y, gracias a él, hoy por fin puedo contártelo.