Cuando Miguel revisa la entrevista que le ha hecho Ángela en un café, reconoce su propia manera de escribir en las palabras de la niña, y le recrimina que su texto parezca impostado, pues nunca debe imitarse al autor al que se entrevista como tampoco uno se vestiría de corto para hablar sobre un deportista. Así empieza la historia de un escritor y una joven periodista, en un café, pero pronto trasladará su universo al estudio de uno de los amigos del hombre, en la que intentará seducir a la chica mediante la más sugerente colección de palabras.
Se inicia así una sucesión ininterrumpida de brillantes reflexiones recitadas por un José Sacristán que hace imposible distinguir entre el resultado de su calidad actoral y cuánta culpa de su imponente presencia en pantalla tiene su voz cálida y radiofónica. El texto es en ocasiones conmovedor, a veces inquieto, revulsivo, pero no pierde nunca la dulzura, quizás porque esas palabras se reflejan en los profundos ojos de la niña que las recibe.
Cuando el hombre intenta conseguir un erótico momento encerrándose con ella en el baño y la puerta queda bloqueada, la situación se convierte en ridícula y el propio David Trueba habla a través del guión y las voces de sus personajes. ¿En qué convertir la película a partir de ese incidente? ¿Una comedia, una tragedia? ¿Qué haría Shakespeare con esto, se pregunta Miguel ante el surrealismo de lo ocurrido?
Desde luego Trueba no es Shakespeare, y sus reflexiones son mucho más terrenales y menos trascendentes de lo que pretende al compararse inconscientemente a uno con el otro. El guión es una pieza maestra por las cosas que dice, no por lo que cuenta. En su lugar aprovecha para escupir aquellos temas que le interesan, todos girando alrededor de uno central, el político, que explota la fácil confrontación entre la generación de Miguel, que ha vivido la incertidumbre de la transición, y la privilegiada Ángela, que ha nacido en un contexto que le brinda unos privilegios por los que no ha necesitado luchar. Su lucha, en cambio, se libra contra la generación del hedonismo, a punto de germinar.
Frente al interminable monólogo de Sacristán, hecho para llenar el rato, según su propio personaje, uno no puede evitar la sensación de que muchas de aquellas ideas, aparentemente lapidarias, van contradiciendo una a una la manera de Trueba de plantear su película. El escritor le recrimina a la periodista su estilo impostado, cuando todo el texto recitado en la película suena tan forzado dentro de la trama que tampoco podría hablarse de otra cosa que de impostura en su propio guión. O cuando sentencia que la música en el cine funciona como una señal de tráfico, avisando al espectador de cuándo debe sentir ciertas emociones u otras. Es este un vacuo argumento que se ha erigido como arma de aquellos autores que no saben utilizar el espectro sonoro como elemento narrativo, pero aquí todo queda contradicho por sí mismo cuando Trueba termina su película introduciendo, en el último plano, un lamentable tema a guitarra y voz con un inapropiado oportunismo.
A pesar de que todo el relato se disfrute con una gran sonrisa, por la sencillez de sus pretensiones y la gracia de una situación que permanece siempre muy bien filmada, Trueba se equivoca también en formular su pregunta. Lo importante no trataba en realidad de si convertir la historia en comedia o en tragedia. Eso era sólo un juego, y a veces el cine enseña sus costuras y revela la verdad, que en el fondo puede ser mucho más y que muy pocos se atreven a explorarlo. La pregunta era cuánto tiempo podría soportar la película en un espacio cerrado y asentada en el soliloquio de un personaje sin terminar convertida en teatro filmado. El director olvida su historia y convierte la película en un mero ejercicio de estilo, en una demostración de genio a través de su concepción global sin profundizar en un filme que, si bien está asentado bajo una premisa atrevida, evita siempre caer en la incorrección política desvelando finalmente el tipo de público con el que desea congraciar su pequeño artefacto.
Lo hermoso es comprobar cómo los dos actores son capaces de poner en pie el artificio, de hacerlo creíble. José Sacristán, porque su interpretación del texto hace convincente cada palabra, su voz la siente y la sufre, la transmite con una pasión llena de amor por el oficio. María Valverde, que evidentemente sale malparada del envite, trata de evitar una competición con su compañero de reparto. El guión no deriva en combate dialéctico, sino que se fundamenta en la apariencia lánguida y la mirada penetrante de la joven actriz. Para quien sepa mirar, observar de cerca un rostro como el de María resulta conmovedor. A través de ese rostro Trueba encuentra el mensaje definitivo de su relato. Elogio de la juventud y de sus virtudes perdidas, sólo encontradas en los ojos de una muchacha que no sabe percibir aquello que posee. Y en el deseo del hombre no se esconde la victoria de la conquista, sino la necesidad de sentirse joven nuevamente junto a ella.
La última contradicción de la película es también el punto de fuga de aquella, ese momento en el que deja de importar el relato y su absurda situación. En ella, Miguel intenta evitar que Ángela se desespere encerrada en la habitación sentándola en la bañera para narrarle una película imaginaria. Ambos miran el marco vacío de un cuadro, apoyado junto a la pared. Y a los pocos minutos, ya no importa que los rescaten, no importa el día o la noche, estar desnudos o vestidos. Ya sólo importa conocer el final de esa historia, como si el arte se elevara por un momento de lo cotidiano y se convirtiera en el único modo de escape de la mediocridad a la que nos condenan nuestros limitados cuerpos.
La puerta entonces se abre y desvela que, en el fondo, el final de la absurdez argumental no importaba. Lo triste para Trueba es que tampoco importaba demasiado lo recitado más allá de una entrañable anécdota. En un intento de trascendencia, el director y guionista ha querido firmar una película propia quizás de un Eric Rohmer, de sus diálogos trascendentales y de su filmación magistral sin salir de unas cuatro paredes, solo que aquí parece importar más la vanidad de haberlo hecho posible que el interés por hablar de ideas importantes. En esas pretensiones, Trueba acaba más cercano a Adolfo Aristarain que a la herencia de la Nouvelle Vague, pero sin la naturalidad inevitable con la que surgían los diálogos en la obra del autor argentino.
Lo más desconcertante en Madrid, 1987 no es que dos desconocidos se queden encerrados juntos en un baño. Trueba ha invocado a Shakespeare, a Rohmer, a Aristarain, sin asumir que no sólo no se parece a ninguno de ellos, sino que además no lo necesita. Lo más desconcertante, finalmente, es que una película tan estimulante no logre encontrar nunca su propia identidad entre las cuatro paredes en las que se queda encerrada.