Cuando Juan Rayos se propuso filmar a cuatro niños interpretando la obra teatral llamada “Actos de juventud” (que se retituló para la ocasión, acertadamente, como “Materia prima”), el cineasta esperaba retratar todo el proceso creativo que envolvía al proyecto, desde los primeros ensayos hasta la representación final, además de entrevistar a los pequeños protagonistas. Lo que ocurrió, sin embargo, fue otra cosa. Algo quizá inesperado, pero también maravilloso. Lo que filmó Juan Rayos era el imperceptible proceso de cambio de aquellos niños. La huella de lo real, defendida por el crítico André Bazin como esencia misma del arte cinematográfico, de repente tomaba cuerpo y forma en plena época del cine digital gracias a dos chicas y dos chicos en pleno proceso de aprendizaje.
De modo que a la película no le importa tanto desentrañar la obra de teatro como contemplar esos jóvenes rostros, que se transforman diariamente de una manera imparable. La frescura de su mirada, la forma en la que expresan sus descubrimientos, cómo piensan y razonan ante la cámara… La fascinación por filmar a unos pequeños seres que respiran y que descubren el mundo con cada aliento parece ser la vocación definitiva del filme. Y Juan Rayos huye de todo subrayado, de cualquier movimiento de cámara que implique que el cineasta se está colocando por delante de aquello que observa, como si el oficio del cine consistiera en la imposible tarea de volverse invisible.
Cuando los niños hablan ante la cámara para dar su opinión sobre lo que están viviendo, puede observarse un curioso efecto que invita a pensar en aquellos mecanismos sociales que nos construyen como individuos. Uno tras otro, cada uno de los cuatro entrevistados parece repetir las mismas palabras que los adultos les han transmitido, aunque no hayan terminado de entenderlas del todo, integrándolas en su propia manera de ver las cosas para ofrecer un discurso que genere de ellos una imagen también adulta. En ese momento se produce un hermoso choque entre los jóvenes que intentan demostrar su madurez frente a los inevitables rostros infantiles que está registrando la cámara.
Puede que la gran belleza de Los primeros días estribe en la sobrecogedora y delicada forma con la que se acerca a esos rostros y en cómo se maravilla de las pequeñas cosas del mundo junto a ellos. La película termina por hablar de lo que significa crecer. Pero no de crecer hasta hacerse adulto, sino de ese crecimiento que parece imperceptible a simple vista, de esa forma de crecer que ocurre cada día. Filmar eso ha sido un pequeño milagro. La sensibilidad con la que Juan Rayos capta todo ese universo infantil, pero también la ausencia de todo remilgo, de toda afectación, son las grandes fortalezas de una película que al mismo tiempo reconoce, en ese proceso, que crecer también consiste en caer y levantarse, y en reconocer nuestra propia fragilidad hasta sentir la necesidad de compartirla. Uno puede verse reflejado, igualmente indefenso ante el mundo después de todo, en los primeros planos de esos niños que buscan palabras para explicar lo que aún no comprenden del todo. Los primeros días termina siendo un luminoso testimonio de la interminable aventura de aprender.