Hizo falta una película como Los vengadores (Joss Whedon, 2012) para terminar con el falso mito que confundía el camino del éxito en un filme de superhéroes con la detallada narración de su origen. Aquel salto que (por fin) podía permitirse la franquicia tras casi un lustro de preparación pudo centrar su metraje en el desarrollo de personajes y no desperdició sus energías en narrar los orígenes puramente anecdóticos de los protagonistas.
Lobezno inmortal parte de esa abismal ventaja con respecto a X-Men Orígenes: Lobezno (Gavin Hood, 2009), en la que el origen del personaje no sólo daba título a la película sino que era, en el fondo, el único reclamo de una cinta que no dejaba de recurrir en ningún momento a las resoluciones más previsibles con las que hacer avanzar su malogrado relato.
Lobezno es ahora un personaje con el que se puede comerciar y traficar, un personaje que se vende por sí solo y que cuenta ya con un lugar en la cultura popular de las nuevas generaciones tras las adaptaciones a la pantalla de la patrulla mutante. Era sólo cuestión de tiempo que aquella película sobre su origen se convirtiese en la primera de una nueva franquicia.
No resulta complicado superar las conquistas de X-Men Orígenes: Lobezno en tanto que su nivel narrativo no sólo resultaba esquemático en exceso, rozando a menudo lo absurdo, sino que incluso su vocación permanecía en entredicho: el personaje ha pasado de constituir un mero spin-off de una franquicia mayor a convertirse en un auténtico icono para el espectador de cine.
Basta con sustituir en la dirección al ambicioso y discutible Gavin Hood por James Mangold. Un artesano que, si bien quizás no posea una gramática narrativa propia, es capaz de asumir un proyecto cercano al ridículo como Noche y día (2010) y alejarlo en lo posible del descalabro absoluto. El realizador se rodea de Matthew Libatique en la fotografía o de Marco Beltrami en la banda sonora porque sabe que, en un proyecto así, el planteamiento visual y su dimensión sonora configuran buena parte de la experiencia por encima incluso del relato que cuenta.
Y de ahí, del propio relato, parte también otro de los argumentos que podrían salvar del montón a una película como esta. Lobezno inmortal es una adaptación del fabuloso cómic Lobezno: Honor, escrito por Chris Claremont y dibujado por Frank Miller, recuperando así la profunda relación que ha mantenido siempre el personaje con el mundo oriental.
El guión del filme adapta el material del cómic evitando representar como un poderoso guerrero al padre de Mariko, la joven japonesa a la que debe proteger el aguerrido protagonista. En su lugar se introducen algunas subtramas que constituyen, por fin, el primer intento de trasladar al cine las dolorosas obsesiones de un personaje eternamente atormentado. Lobezno sueña con su posible mortalidad, con un elixir particular que no es otro que el contrario al del resto de los hombres. Pero poner paz a sus torturas es también acabar con el mito, lo que conduce al fuerte componente moral que es, en definitiva, el motor del personaje.
Basta comparar la que quizás sea la secuencia más emocionante de la película, aquella que tiene lugar sobre un tren de alta velocidad, frente al equilibrio que termina rompiéndose en su grandilocuente escena final. La trama del sempiterno enemigo mutante, los samuráis gigantes y las máquinas imposibles terminan desvirtuando el espíritu del cómic y transformando el último tramo de la película en un desmadre a punto de echar a perder las pequeñas virtudes de todo lo anterior. Pareciera que sin un final grandilocuente no podría existir película alguna en el caduco esquema del espectáculo pirotécnico made in Hollywood. Es el eterno pecado de una industria controlada por magnates, no por cineastas, a la que no le importa demasiado el material que adapte. Una gran explosión y unos cegadores fuegos artificiales serán siempre mejor que el desenlace original.