No parece difícil advertir que, con War Horse (2011), Steven Spielberg quizás haya iniciado una nueva etapa en su carrera como director. El tiempo de su narración parece haberse sosegado, sus temas se han vuelto aún más amplios y universales, su relación con la historia cada vez más importante, y su visión cada vez menos dogmática y más reflexiva. De hecho parece que el autor quisiera reescribir la historia de su país a través de una visión realista y desencantada, como si empezase en forma de fábula y terminase convirtiéndose en la pura verdad de las cosas, atreviéndose a retratar incluso ciertas sombras de ese pasado sin evitar que, aún así, continúe vivo buena parte del idealismo con que Spielberg ha afrontado siempre la manera de llevar sus historias a la pantalla.
Recién nacida esta nueva etapa llega Lincoln, un proyecto acariciado por el realizador durante más de una década en la que el mayor de los problemas había sido encontrar una película entre todas las páginas que pueblan la historia de una vida. Qué momento concreto de la vida narrar en una película que tuviera al presidente como protagonista. Por eso estamos ante un biopic que violenta muchas de las convenciones del género, que no se contenta con vender labores de maquillaje y traficar con ese “basado en hechos reales” que aún conquista al público más indefenso, sino ante una nueva conquista del director. Se trata de hablar del pasado de su país a través de la figura de un solo hombre, de lanzar una mirada melancólica sobre el presente a través del relato de una historia del pasado.
De este modo, centrados en la decimotercera enmienda de la constitución como motor argumental, aquella que prohibía la esclavitud en territorio estadounidense, Spielberg filma lo acontecido con todo el rigor histórico posible pero bajo la borrosa mirada de un recuerdo lejano, como si se tratara del crepúsculo de un país que pareciera incapaz de reconocer. Por eso resulta necesario, para entender el tono con el que esta película ha sido filmada, que a pesar de recoger un período tan concreto de la existencia del presidente, el filme se atreva a mostrar los últimos momentos de su vida.
Es entonces cuando Lincoln deja de ser hombre para convertirse en mito. Para entender que aquel milagro no lo realizó un superhéroe, sino uno más de nosotros. En su mismo lecho de muerte, la cámara se aleja de la escena y se acerca a una vela. De las llamas surge la figura del presidente, dando un discurso que se convierte en epílogo para la película. El montaje puede parecer efectista, pero su intención es sincera. A partir de entonces, todo aquello que el presidente dijo en vida se convierte en guía, en faro que ilumine el ideal de un país que ya sólo intentará mirar hacia delante tratando de huir de los horrores de su pasado.
Spielberg filma en Lincoln su película más contenida, la más sobria y austera en términos narrativos que haya hecho jamás. No sólo muestra su madurez como narrador, olvidando los deseos exhibicionistas que ha mostrado en muchos otros momentos de su carrera, sino que se adecua por completo a las necesidades de su historia. Tony Kushner firma aquí uno de los mejores guiones de los últimos tiempos, casi una pieza literaria. La musicalidad y fortaleza de los diálogos es uno de los mayores tesoros del filme. La rotundidad, ternura y belleza con la que está perfilado el generoso elenco de personajes dota de alma a una comunidad de individuos que resultaba de lo más tentador convertir en estereotipos.
Es importante detenerse en una hermosa escena, de apariencia inofensiva, para entender el auténtico significado de la película o, al menos, hacia dónde desea caminar. Se trata de la primera aparición del menor de los hijos, que duerme en el suelo exhausto tras una tarde de juegos. En una preciosa secuencia que resume por entero las virtudes del filme, el niño pregunta a su padre por su hermano fallecido. Tal y como le sucede al hombre, la película deberá luchar contra el sufrimiento de lo personal, sacrificar ese duelo para enfrentarse a la batalla que afecta al país.
Indudablemente, esta película no existiría sin Daniel Day-Lewis, posiblemente el único actor vivo que continúa creyendo que la interpretación consiste no sólo en recitar el precioso texto que aquí dispone, sino que implica también una transformación física. La manera de andar, la forma de mirar, el sonido de su voz que parece pertenecer a una persona diferente en cada una de sus películas, pequeños gestos que son los que terminan por configurar una actuación que glorifica el papel del intérprete en el mundo cinematográfico contemporáneo. Daniel Day-Lewis no hace de presidente. Es el presidente. ¿No debería ser eso el sueño al que todo actor quisiera aspirar en su carrera? El poderoso trabajo de este intérprete escribe su nombre en la historia del cine y revela que todo lo demás carece de importancia.
Por la manera en que ha sido concebida, Lincoln plantea interesantes interrogantes que convierten a esta en una gran película objeto de reflexión del cine presente. Es la película que Spielberg quería hacer desde mucho tiempo atrás, y está hecha “como debía hacerse”. Ver Lincoln es encontrarse con lo que uno espera, con una contención elogiable y un respeto por el material tratado fuera de toda duda. ¿No plantea eso algunos conflictos? No parece posible acercarse a esta historia de otra manera y, sin embargo, el sabor que queda resulta amargo, incompleto, como si se nos hubiese privado de buena parte del alma de ese período. La contención lleva al rigor histórico, a la seriedad, pero también al alejamiento de toda implicación emocional.
Al mismo tiempo, esa contención presente a lo largo del generoso metraje provoca un conflicto definitivo con la escena hacia donde está encaminado todo el relato: la votación en torno a la decimotercera enmienda. De repente la película se vuelve un espectáculo, un cúmulo de agradecidos excesos, un torrente emocional hábilmente montado, interpretado y fotografiado. ¿Pero qué relación tiene esta pequeña película dentro de Lincoln con todo lo narrado anteriormente? Pareciera que todo desemboca en un fragmento que poco tiene que ver con el espíritu de la película vista hasta entonces. De ahí sus conflictos.
Basta con detenerse ante la escena del sueño narrado por el protagonista, una de las primeras de la película, y entender por qué su representación visual no funciona aquí. No es por otro motivo que por el simple hecho de que la propia representación del período histórico tiene más de sueño que de impresión realista. La propia película está filmada ya como un recuerdo, como un antiguo sueño del que sólo retenemos pequeños fragmentos en nuestra memoria. La música es otro ejemplo revelador. Armonías y texturas convencionales que se firman como objetivo no abandonar nunca un segundo plano. En otro exceso de contención, la banda sonora de Lincoln es del todo elegante pero al mismo tiempo carece de capacidad narrativa alguna. De ahí surgen las luces y sombras de una sugerente película.
En ese trabajo de ensoñación, Janusz Kaminski recurre a Rembrandt para convertir la iluminación de la película en un juego de penumbras y luces radiantes centradas en un solo objeto. Escenas en interiores, fuentes de luz muy controladas. Casi en exceso. Hay momentos, incluso, en los que no resulta difícil advertir a los actores caminar hacia una marca en el suelo donde por fin un foco, estratégicamente colocado, ilumine sus rostros conformando bellas composiciones de cámara. Un trabajo de artesanía pero que, por excesivo, subraya el carácter de representación de aquello que vemos. De repente nuestra visión ya no es la de un pasado que se revela ante nuestros ojos, sino la de una película medida hasta el extremo.
En la escena más espectacular de la película, aquella en la que se debate la aprobación de la decimotercera enmienda, un inserto muestra a periodistas ajenos al recinto recibiendo el resultado de cada voto por código morse, minutos después de que el evento haya ocurrido. Spielberg vuelve a hacer hincapié en otro recurso del presente, el de la era de la información en tiempo real, y de cómo se ha terminado banalizando su uso. En mitad de un relato épico, la cámara del realizador vuelve a hace hincapié en todo aquello que se ha perdido. Por eso las últimas palabras de Lincoln, que suenan como un eco a través de los años después de haber contemplado su cuerpo sin vida, sirven para entender lo que hemos visto. Lincoln no es una representación condescendiente de la vida y milagros de una celebridad. Es el deseo de traer la voz y el espíritu de un hombre y descubrir que, aún hoy, a pesar de la bruma con la que el tiempo envuelve al pasado, sus sueños de igualdad y esperanza continúan teniendo sentido.