Es esta la segunda película de Tom Hanks como director, después de constatar hace quince años en The Wonders que su talento reside en la interpretación y no en la realización. Muchos de los grandes divos de la pantalla, tras algunos papeles protagonistas, han considerado que la dirección de cine no tiene más ciencia para ellos que las del grito de acción o la elección del casting.
Aún no aprendieron que el secreto del cine radica en la forma en que se mira, y no sólo en lo que se cuenta. La cámara se coloca en un lugar anodino, como si no tuviera ningún poder narrativo, y entonces el teatro filmado comienza a campar a sus anchas. La impresión final es la de estar viendo un telefilme plagado de estrellas.
Pero quizás sea más peligrosa Larry Crowne que la mencionada The Wonders. En esta, el actor/director se atreve a hablar acerca de la crisis de un hombre maduro que pierde su empleo y se ve obligado a comenzar desde cero. No estamos lejos del cine de Alexander Payne o de un sucedáneo suyo, Thomas McCarthy, quienes también trafican con el cine social a modo de herramienta definitiva de la condescendencia, como si Hanks quisiera de repente satisfacer sus ínfulas de auteur independiente.
Tal como en ese tipo de cine, las buenas intenciones campan a sus anchas durante todo el metraje de Larry Crowne, destinadas a dejar un buen sabor de boca en el espectador poco exigente. La intrascendencia y la excesiva corrección de su guión hacen que la banalidad se apodere de todo el relato. No vemos ningún proceso de cambio de una persona que intenta cambiar de vida, ni una historia de superación. El proceso viene dado, impuesto. Larry Crowne cambia de actitud y se supera a sí mismo antes de que nos demos cuenta. Las buenas intenciones parecen colocadas para hacernos olvidar todos los despropósitos del filme.
Como actor, Tom Hanks evidencia otro peligroso elemento, y es que planteando prácticamente el mismo personaje que encarnó en Forrest Gump, es incapaz de extraer de sí mismo una actuación notable tal y como sí fueron capaces otros directores en el pasado. El trabajo personal del actor parece insuficiente sin la mano férrea de un director que obligue a Hanks a salir de sus tics acostumbrados y sus lugares comunes. Lo mismo ocurre con Julia Roberts sin un director de verdad que la espolee, abandonándose a las muecas continuas y a un sarcasmo que tiene mucho de impostado.
Y como cineasta, aún queriendo hacer una película más propia del cine independiente que de los grandes estudios, que sepa hablar de su tiempo presente sin renunciar a una dosis conveniente de buenas intenciones, Hanks vuelve a los años 80 y a las películas que protagonizaba entonces, al único cine que debe haber entendido.
En ella los gags se suceden uno tras otro sin la mayor intención de continuidad, o de que la historia importe lo más mínimo. Larry Crowne quiere estar a la altura de Entre Copas (Alexander Payne, 2004) pero no llega siquiera a la altura de Big (Penny Marshal, 1988) ni de las otras primeras comedias del actor.
De repente, ya no importa que los personajes sean estereotipos que se diluyen en la nadería de su propia historia, ni tampoco esa música tan intrascendente como mediocre, lo que importa es la sensación de bondad y alegría que respira la película al concluir. Y eso es precisamente lo más peligroso del Tom Hanks director. Que lo único que acabe importando es la sensación de no haber perdido el tiempo al finalizar la película.