«La música hace milagros, Milagros», le dice la madre superiora a una de sus subordinadas. El contexto es un campamento para chicas y el escenario lo forman dos adolescentes a las que es imposible instruir. Lo que convierte a estos personajes en figuras dramáticas de tanta fuerza es que las cuatro se encuentran, a su manera, al borde de un abismo: una de las jóvenes siente la llamada de la fe como si su vida se desarmara al completo, la otra empieza a descubrir su verdadera afectividad, la monja subordinada teme no haber tomado el camino correcto y la superiora, en fin, está deseando ser la solución definitiva para todo esto.
Quizá las soluciones que plantea este personaje no sean las más acertadas pero, en cierto modo, las que toma la película son todas especialmente significativas. Habría que empezar por las de la figura de Dios, que se aparece a menudo en una escalera celestial como si se tratase de un Tom Jones trasnochado, sólo que lo que canta proviene de una artista femenina, Whitney Houston, una mujer y una negra, como si la voz divina sonara a través de las minorías del mundo. El resto de personajes entonan melodías originales, y aquí el relato se tambalea: mientras Dios impone un paréntesis musical cuando aparece, las canciones compuestas para el musical parecen surgir de las obligaciones del género, a menudo no integradas en la narración sino como complemento a esta. Mientras las letras de Houston hacen avanzar la comunicación entre Dios y la adolescente, las piezas originales se limitan a subrayar lo que la película ya ha mostrado.
Quizá otra solución a favor del filme, y algo que convendría discutir, es la elección consciente de una puesta en escena puramente funcional en favor de las actrices: la película es casi un homenaje a ellas, más que una puesta en imágenes del musical homónimo. En ese sentido, La llamada es una pura sucesión de primeros planos, consagrados a mostrar la total entrega de cuatro intérpretes capaces de transformar en algo natural cualquier disparate de la historia que hay entre manos. Quizás sea por este motivo que vincularse emocionalmente a los personajes resulte tan sencillo, aunque por otra parte es justo la razón por la que los números musicales nunca sean capaces de despegar del todo.
Más allá de su pobreza formal, uno de los elementos interesantes de La llamada es la ausencia de cinismo, más aún teniendo en cuenta la edad de sus realizadores. Tal vez nunca antes se haya hablado de la fe cristiana en un contexto juvenil donde la burla haya sido sustituida por la ternura. Casi se diría que es una película que podría aplaudir el católico más conservador, y eso que la propuesta no parece nada condescendiente: el electrolatino como herramienta con la que poder comunicarse con Dios. Pero en el fondo, aunque el relato se atreva incluso a tratar la homosexualidad como una decisión más en el camino y no como un pecado, en última instancia aparece una sutil censura que trata de apostar sobre seguro: las chicas bailan electrolatino, se han vestido para la ocasión y contonean sus cuerpos para, por primera vez, ser ellas quienes invoquen la figura divina. Dios ha aceptado esos bailes lascivos que parece traer de serie aquel estilo musical si eso permite al menos el encuentro, pero una sutil capa ha tapado las partes más comprometidas del cuerpo de las chicas para que, finalmente, nada resulte incorrecto. Una decisión más asustadiza que la ausencia de cualquier movimiento de cámara.