Ana de Gran Bretaña recibe a un lacayo en sus aposentos. La cámara se gira
bruscamente para mostrarla tumbada en la cama y saltar de repente a por su sirviente. Es
el mismo tránsito que recorren los ojos cuando un sonido inesperado invade la intimidad
de nuestros espacios. Pero cuando es la consejera Sarah Jennings quien entra en la
habitación real, visita esperada y anhelada, la cámara también hace lo mismo, como si
estuviese obligada a atravesar la habitación mediante un gesto de aspecto mecánico,
salvajemente preciso, aséptico hasta el exceso. No es la escritura cinematográfica pues
de la sorpresa, sino del distanciamiento de alguien que, aún siendo quien filma, siente que
está contemplando el relato desde fuera.
Se trata del primer largometraje que dirige Yorgos Lanthimos en el que no participa en el
guion del proyecto y sus decisiones de puesta en escena delatan que este material, de
alguna manera, le resulta ajeno. Es el mismo distanciamiento que planteaba la que
parece ser la gran referencia de los últimos filmes de Lanthimos, un Stanley Kubrick
obsesionado con mantener el mismo desafecto, con el mismo uso del gran angular a
través del cual todo emplazamiento olvida su magnificencia y enaltece su mediocridad.
Y no solo el lugar sino, sobre todo, la relación humana: la filmografía del realizador griego
parece consagrada a mostrar lo que de grotesco hay en la normalidad. Ese efecto que
genera la imagen en gran angular también tiene su equivalente en la voz de los
protagonistas al dejar los diálogos al desnudo, al mantener su absoluta corrección incluso
en los contextos más dramáticos, algo así como utilizar los buenos modales para poner
en evidencia el absurdo de la existencia.
Una acostumbrada impostura del diálogo que quizás sea más pertinente que nunca en el
cine del autor de Canino (2009) porque, en palacio, hablar es sinónimo de convencer. Es
una forma de sobrevivir un día más, de ganarle la partida a la miseria por un tiempo, de
obtener el favor de la reina para ver la luz una nueva jornada. Y también es una manera
de denunciar que ya desde entonces las relaciones humanas de algún modo se compran,
se pactan. Para Lanthimos casi se diría que son antinaturales, vistos los desenlaces
dantescos de esas relaciones.
A ese juego de contrastes entre la urgencia de las situaciones y la corrección de todo lo
verbalizado contribuía mucho el gesto hierático de Colin Farrell, aquel ejercicio
sistemático de la ausencia de todo gesto. En este filme, sin embargo, se dan cita tres
pesos pesados del gesto: hay pocos ojos más expresivos en el cine contemporáneo que
los de Rachel Weisz, o los de una Olivia Colman que trasciende el concepto de la
naturalidad, aprovechando la imponente posición de su personaje para construirla desde
su contrario, perfilando a alguien que ya no le interesa el mundo presente, sumida en la
indiferencia, lo que convierte a la reina en alguien aún más peligroso. Y luego está Emma
Stone, actriz para la que todo es juego, que es también pura expresión y que aquí parece
invitada como contraposición de las otras dos, del mismo modo que en El sacrificio de un
ciervo sagrado (2017), Lanthimos acudía a la presencia de una Alicia Silverstone
desquiciada, volcán en erupción frente al inexpresivo Farrell, con el deseo de que aquel
contraste supremo amplificase tanto el sentido del drama que todo acabase convertido en
caricatura.
De modo que una reina echa la vista hacia el pasado y hacia las cosas que ha perdido por
el camino mientras otras dos mujeres tratan de ganarse su favor, todo ello relatado por
alguien que siente que nada de aquello le pertenece. Pero no solo simboliza su visión
externa con esos giros continuos de la cámara sobre su propio eje, como el gesto natural
de girar la cabeza para intentar abarcar la sala al completo, sino que también filma a
aquellos rostros en contrapicado, los convierte en algo amenazante, en algo peligroso,
porque en el fondo el suyo es un cine del temor al mundo de los adultos, del miedo hacia lo que son capaces de hacer y de la incapacidad profunda de poder conectar con el otro
desde la autenticidad. La mirada del miedo sincero hacia la soledad del mundo lo
transforma todo en algo abrasador.
Quizás por eso la presencia amable de Händel en la música de los primeros compases
del filme, usada casi a modo de cliché con el que poder representar una época también
desde el plano sonoro (lanzando así una velada burla a otros títulos del género), acabe
dando paso a la de Luc Ferrari, pionero de la música electroacústica y autor de
Didascalies, una pieza basada en incesantes, infinitas repeticiones de una nota que van a
ser, a la postre, las culpables de la identidad estética de La favorita: un sonido constante
capaz de generar un profundo desasosiego, algo así como el equivalente sonoro de la
tortura de la gota, que convierte las secuencias más anodinas en las colaboradoras silenciosas de un particular crescendo dramático que ya no terminará jamás. Didascalia,
enseñar la tragedia. El protagonismo de la viola como instrumento principal ayuda a que
se camufle con la música de cámara precedente. Es la manera de convertir lo cotidiano
en algo temible y de revelar las sombras que se esconden tras los falsos gestos inocentes
de un día a día en el trasiego de palacio, una manera elegante de acompañar ese gesto,
quizá algo más candoroso, del contrapicado como clásico elemento que puede inducir al
temor de las figuras humanas.
Hay un momento fundamental en La favorita, un instante en el que la procesión macabra
de la viola descansa y la película deja al descubierto su naturaleza: Sarah Jennings
advierte a la nueva amiga de la reina que debe tener cuidado con las armas de fuego.
Son instrumentos peligrosos que podrían producir accidentes. Por la importancia que
Lanthimos le otorga a aquel diálogo en apariencia profético, se diría que parte del
desasosiego es gratuito, que consagrar la forma a una incomodidad continua es parte del
juego y que la anticipación frustrada no es más que otra forma de defender que nada
tiene sentido, que nos hemos equivocado desde el principio y que es natural que Ana
termine refugiándose en unos conejitos que vienen a reemplazar lo irreemplazable,
expresado con ese mágico fundido que cierra la película. Por eso La favorita es más
interesante por lo que tiene de historia de supervivencia, de fascinante registro del paso
del tiempo que como enésima historia de Lanthimos sobre el fracaso del ser humano en
su odisea por entenderse.
*Publicado originalmente en Caimán. Cuadernos de Cine, Número 78 (129) enero 2019