Ambiciosa en sus proporciones, La espina de Dios pretende abarcar al completo la relación de Jesús con sus apóstoles, trazando un enorme arco argumental que comprende desde los primeros encuentros hasta la muerte y resurrección del profeta. Óscar Parra de Carrizosa trata de representar los pasajes más representativos del Nuevo Testamento a través de una devoción y una adoración al texto bíblico que podrían recordar a los procedimientos de Franco Zeffirelli (Jesús de Nazaret, 1977) pero no conviene olvidar que, tal vez, su referencia más cercana podría ser en realidad La Biblia (Crispin Reece, Tony Mitchell, Christopher Spencer, 2013), aquel artefacto televisivo al que la banda sonora de Raúl Grillo debe no pocas similitudes en su espíritu de corte zimmeriano.
Que el realizador de La espina de Dios sea también director de fotografía y firme además el montaje de la película habla del tipo de proyecto y la dificultad para levantar una idea de tal envergadura. Quizá donde la película brille realmente sea en la manera en la que saca partido de cada miembro del reparto, ofreciendo a cada uno de ellos continuos momentos de lucimiento. En esa dirección de actores es donde el autor muestra un mayor control sobre lo que ocurre, pero dos de los grandes motivos por los que la cinta naufraga son las otras disciplinas técnicas que también van firmadas por el realizador.
El trabajo fotográfico parece haber pasado por auténticas dificultades durante el rodaje, lo que se ha traducido en cielos saturados, en ciertos colores abrasivos o en una fotografía en interiores donde el excesivo contraste termina por conducir las secuencias al terreno de irreal. La labor de montaje, también apresurada, no se traduce en una escritura de imágenes, sino más bien en la utilización de manera indiscriminada de todas las posibles tomas obtenidas durante el rodaje, lo que imposibilita la existencia de unas imágenes comunicantes más allá de la simple representación: la imagen salta de un eje a otro sin sentido aparente, lo cual no conduce a una mayor fluidez narrativa sino a una cierta invitación a la confusión y al aturdimiento.
Si bien la película intenta huir de la solemnidad en su deseo de ofrecer una imagen cercana de Jesús, introduciendo pequeñas bromas en el seno del grupo, lo cierto es que esos pequeños detalles son ensombrecidos por un respeto literal al texto bíblico que, en numerosas ocasiones, limitan la expresividad y la libertad de la que podrían haber disfrutado en una aproximación más flexible. Superada por la magnitud de lo que pretende representar en su última media hora, La espina de Dios se acerca más a la sinceridad que pretende respirar cuanto más íntimo se vuelve su relato, allí donde no hay música, en esos momentos donde la cámara se detiene sobre su actor principal y le permite recitar el texto, justo en ese espacio de profunda intimidad. En esos momentos parece que la película despertase y se diese cuenta, por un momento, de que la historia más grande jamás contada solo es capaz de surgir a través de los momentos en apariencia insignificantes.