El paso a la edad adulta continúa siendo uno de los grandes filones para el cine de animación más punzante, quizás porque con su uso de un lenguaje desprovisto de toda complejidad puede acercarse, aún con cierta inocencia pero también sin molestos rodeos, al terreno neblinoso de aquella incierta etapa en la que dejamos de ser niños y con ello tratar de explorar, bajo las formas de lo infantil, esa pérdida del tesoro de la infancia que parece tan inexplicable a través de las palabras de los adultos.
Las imágenes de los mundos concebidos por Tomm Moore se han convertido en la referencia moderna para las leyendas de una Irlanda que, en plena reconstrucción de su identidad, clama por encontrarse con nuevos autores que puedan ayudar a definirla. Ya solo con su anterior largometraje (El secreto del libro de Kells, 2009) el director se había convertido en un icono como cineasta, más allá de su condición de creador de entrañables ficciones.
Nuevamentebajo las formas inocentes de una fábula popular, La canción del mar rescata la leyenda de los selkies: seres mitológicos de apariencia humana que se transforman en animales marinos con el contacto de las aguas. Pero el film no se centra en la madre de familia que es en realidad una selkie, ni tampoco en la niña pequeña que hereda sus dones. La canción del mar tienecomo protagonista al hijo mayor de la familia, Ben, que deberá entender que su hermana es alguien especial. Al sentirse huérfano el niño inicia un camino, empujado por las circunstancias, en el que dejará de exigir la protección que la vida le ha negado para convertirse él mismo en protector.
Comoocurría en El secreto de Kells, la exquisita mirada de Tomm Moore convierte en universo alambicado una historia que, en realidad, se limita a plantear sencillos escenarios. El tratamiento del color y las líneas sinuosas del dibujo juegan aquí un papel fundamental, y terminan por convertirse también en un arma de doble filo: la abundancia de detalles en el plano, tratando cada centímetro de la pantalla como un lugar donde siempre cabe el adorno más sofisticado, corre el peligro de invitar a una posible saturación. ¿No es esa obsesión por tratar de que todo sea sublime y hermoso una manera de conseguir que nada pueda serlo del todo?
La película revela, con el paso de los minutos, que la enorme belleza de su ilustración no responde siempre a necesidades expresivas, sino que en ocasiones obedece al deseo de exhibir el atractivo de sus formas y colores como forma de alcanzar un estatus que no puede alcanzar por medio de otras vías. La fábula se queda a medio camino porque, a pesar de estar hablando de territorios oscuros, se detiene siempre en los límites de la narración infantil. El deseo de llegar a todo tipo de público se ha convertido, aquí, en una barrera para una narración valiente. Curiosamente, cuando la película despega es cuando se atreve a huir de manera deliberada de las referencias a las que pretende emular desde la distancia (Hayao Miyazaki, Jirí Trnka) y se hace consciente, a sí misma, de que su verdadero tesoro es el de la experiencia estética, de impacto cegador pero de mucha menor trascendencia que aquellos ídolos en los que se fija. Una experiencia quizá más seductora, pero también más efímera.
El dulce trabajo con la música es otro de los grandes aciertos de una película pequeña, casi minúscula, pero que invita a un tránsito tan dulce como sus sencillas melodías. La belleza de La canción del mar descansa en la fuerza de su paleta de colores, en la dulzura de los gestos que representa en sus personajes, en el esfuerzo por el detalle gráfico. Aún cuando sea inevitable pensar en que se trata de una película ensombrecida por los grandes filmes de su género, resulta seductora la idea de pensar en un Tomm Moore que sigue persiguiendo, a través de sus dibujos, la textura inasible de los sueños.