Al prinicipio suena Exodus, la obra orquestal con la que Wojciech Kilar quería narrar la travesía bíblica que recorría el pueblo de Israel. En la imagen, Christian Bale deambula en un paisaje que remite a la tierra de nadie, una suerte de limbo. La unión de música e imagen invita a pensar en alguien que también va a vivir una intensa travesía, o al menos a narrarla en tiempo pasado.
El espíritu camina por el desierto mientras revisa los acontecimientos que tuvieron lugar en su vida. «¿Con qué te quedas de todo lo vivido?», parece preguntarse, y la película muestra uno a uno esos fragmentos como si fuesen instantes deslavazados, sin conexión aparente. Mientras los recuerdos se suceden, el personaje los repasa como si al fin hiciera las paces con todos ellos, a modo de un nuevo viaje interior.
El resultado es mucho más poético que estrictamente narrativo, y extraviarse en ese collage de imágenes, músicas y sensaciones resulta de lo más sencillo. Con el filme, Terrence Malick alcanza el nivel de abstracción que ha estado persiguiendo durante buena parte de su carrera, en un camino de exploración personal que le ha llevado a una singular manera de hacer cine: la película se escribe durante el montaje y el rodaje es un simple ejercicio de exploración e improvisación, como si un pintor mezclase sus colores obsesivamente hasta obtener todos los tonos posibles. El realizador busca imágenes puras que se revestirán de significado mucho más tarde, cuando cobren sentido en la sala de edición.
Con Knight of Cups, seguramente de manera accidental, Malick ha concebido una película que se mueve al mismo ritmo del mundo presente: ficciones fugaces, visiones inmediatas, sentimientos efímeros, esa velocidad insana a la que intentamos vivir. Es sorprendente que sea un cineasta de setenta años quien haya tomado el pulso a todo un estilo de vida, hasta contagiar sus propias imágenes de esa cadencia acelerada.
De ahí la importancia del filme, porque sus imágenes resumen la manera de vivir contemporánea de manera punzante aún a pesar de la languidez de su puesta en escena. Lo que empieza siendo una recreación poética de la vida de un personaje termina como el retrato de toda una época. Quizás no tenga sentido del todo hablar de Knight of Cups como una sola película, en tanto que el director ha concebido dos filmes durante el proceso de un mismo rodaje, del mismo modo que Beethoven compusiera las sinfonías séptima y octava. Valorar Knight of Cups en su justa medida sólo tendrá completo sentido en conjunción con la siguiente obra. Hará falta una visión aún mayor. Hará falta inventar nuevas herramientas críticas para acercarse a un cineasta que se ha atrevido a inventar una nueva forma de hacer y entender el cine.