En un momento crucial de Jurassic World, los dos protagonistas se asoman tras una colina y contemplan a un grupo de brontosaurios asesinados por un terrible carnívoro que ha escapado de su jaula y que amenaza, de nuevo, a toda la isla en la que está instalado el parque. La escena remite directamente, como muchos otros momentos de la película, a Parque Jurásico (Steven Spielberg, 1993), a aquella escena en la que los protagonistas contemplaban por vez primera a un dinosaurio vivo, casualmente también un brontosaurio. Pero los animales, que pastaban en un valle similar al del primer filme, ahora aparecen muertos: no se puede volver al pasado salvo para encontrarse con un paisaje desierto poblado por fantasmas.
Jurassic World no pretende dar continuidad a la saga desde nuevos planteamientos, sino ofrecer una anquilosada operación de revival de la experiencia original, estéril desde el primer minuto. El principal motivo de su fracaso es el de haber construido una ficción que se alimenta de los más pobres recursos narrativos, aquellos que conformaron los tópicos del cine de acción y que aquí se despliegan sin pudor alguno.
Pero Colin Trevorrow, director de la película, filma sin atisbo alguno de humor en sus imágenes, totalmente inconsciente de la debilidad de su tejido narrativo. Habría que acudir, como prueba, a la manera de presentar a su protagonista, el arquetipo de Indiana Jones aquí llamado Owen (Chris Pratt), a través de un complejo plano-grúa que trata de magnificar la figura del héroe. O basta contemplar el primero de los planos generales hacia el nuevo parque: un fastuoso travelling que comienza desde la habitación de hotel de los niños protagonistas, atraviesa el balcón y ofrece una toma aérea de las instalaciones. En un film de tal grandilocuencia formal, la participación del humor o de la autoconsciencia queda seriamente puesta en duda.
Ese fracaso de la cinta se extiende hasta la propia experiencia visual, a la representación del conflicto entre dinosaurios-humanos. La sensación de irrealidad del efecto especial, trece años después de las conquistas del filme original, invitan a pensar en un auténtico drama. Animales y humanos parecen moverse en dimensiones diferentes, de modo que el sentido dramático del relato desaparece por completo. En la lucha final entre los dos grandes dinosaurios del parque, auténticos colosos, los personajes que deberían ser verdaderos protagonistas del filme aparecen en una esquina del encuadre intentando huir, presos en otro plano de la realidad que nada tiene que ver con la exhibición técnica que pone en escena a los monstruos.
De ese inevitable descreimiento nace la necesidad de tener que revisitar el parque antiguo. Los niños de la película encuentran las ruinas de las instalaciones originales y vagan a través de ellas como si visitasen una catacumba sagrada. En su gesto de quitar el polvo de las paredes para descubrir las ilustraciones que contienen, se encuentra la mayor metáfora con la que poder explicar esta nueva entrega, una película que quiere justificarse a sí misma poniendo en escena un gesto que debería pertenecer únicamente a la propia cinefilia: quitarle el polvo a una vieja cinta le corresponde al espectador nostálgico, nunca a un nuevo taquillazo.