La principal diferencia del cine con respecto a la serie televisiva, o frente al telefilme si es posible acercarse a términos más despectivos, es que existe también una diferencia entre lo representado y lo filmado. En el cine la representación resulta más compleja, pues la manera de filmar conduce a un cierto tono, a un estado de ánimo a la hora de interpretar el relato y ponerlo en imágenes. En la televisión todo está construido en base a mostrar lo escrito en un sentido primitivo, sin que las imágenes tengan un valor por sí solas.
Es el caso de esta nueva revisión de la sufrida Jane Eyre, en la que se vomita el texto de la novela en lugar de narrarlo. Las cosas parecen ocurrir sólo porque estén escritas, no porque deban pasar en la ficción que se construye. Una tele-serie oculta bajo el disfraz de los grandes presupuestos. Imágenes esclavas de un texto del que parecen depender aunque no sea ese su deseo. La película se convierte en interesante justo en los momentos en los que amenaza con desmarcarse del relato original. La novela es por tanto la mayor limitación de la película y no su mayor virtud.
Eso sí, la cinta quisiera estar vestida de la mayor de las delicadezas. Todo está filmado con un cierto pudor, con una agradable ternura en la que todo descansa. El diseño de producción es exquisito, desde un discreto y elegante vestuario hasta sus absorbentes localizaciones, pasando por la entrañable música de un Marianelli que ya se las sabe todas en el farragoso terreno de la banda sonora de época y se ha atrevido a imponerle un estilo propio, si es posible adjudicarle tal mérito dada la escasez de sus contenidos.
Jane Eyre nunca tuvo por todo ello una imagen más sofisticada en el cine ni unos actores más cercanos a la sensibilidad edulcorada de su relato, dirigidos con torpeza y exhibiendo un remilgo que cae con frecuencia en lo ridículo. Una sofisticación en la que, sin embargo, todo respira también el aroma de lo excesivamente medido. El texto se convierte en pretexto, en mera justificación para poner en escena una decisión de estilo, una cuestión de estética y una exhibición de exquisitez por la que todos sus participantes puedan recibir una palmadita en el hombro.
Pero mientras la película en sí se descuida. Ya no existe una narración y un río argumental, no existe un personaje que transcurre y que fluye con el relato, sino una sucesión de rígidos capítulos que se van sucediendo en la pantalla de una manera anodina, como si el contexto presente no tuviera que ver con el anterior. Los capítulos sólo existen así para ser confrontados entre ellos en cuanto que evidencien el cambio de tono, el choque de climas, la armonía de sus escenarios, la pureza de su paleta de colores. Una historia que queda en segundo plano ante un festival de lo estético.
Es por ello por lo que Jane Eyre, a pesar de relatar la turbulenta historia de una joven criada en un orfanato que no deja de vivir las más terribles vicisitudes, deja la horrenda impresión de no haber contado nada. Hemos disfrutado de un drama tremebundo y desasosegante con la misma displicencia y exquisitez con la que podríamos tomarnos una taza de té.
Ese es el mayor pecado de Cary Fukunaga, que ya demostró con su anterior Sin nombre (2009) que le interesan los grandes temas sólo como mero pretexto para desarrollar sus inquietudes estéticas: haber confirmado de una vez por todas que la historia de la literatura ya no tiene sentido para el cine contemporáneo, pues todo pasa por el vacuo filtro de la superficie en detrimento de la sustancia. Incluso en el más denso y sufrido de los textos, el cine puramente estético acaba vaciando toda emoción posible. Es el definitivo triunfo de un cine que acaba asesinando al resto de las artes.