Uno se pregunta qué utilidad tiene ya la presencia de actores célebres en un filme de Woody Allen, si acaso esa presencia sea necesaria para levantar un proyecto. Sobre todo porque la participación del star-system sobredimensiona esas pequeñas caricaturas que bosqueja Allen en su guión. Uno se pregunta cuál es la finalidad de una fotografía como la de Darius Khondji, que parece reclamar durante todo el metraje su capacidad y versatilidad más allá del relato que le ha tocado iluminar. Pero por encima de todo, la pregunta que surge ante cada nuevo filme del cineasta es cómo se recibiría su nueva película de haber sido filmada por cualquier otro autor.
Hacer crítica sobre el cine de Allen se ha convertido en un ejercicio comparativo con respecto a las películas firmadas por el artista dos décadas atrás; filmes que casi se diría concebidos por otra persona, pensando en los cambios que ha originado el paso del tiempo. En ese sentido sólo podría decirse que Irrational Man es una nueva y casi inofensiva variación, un comentario más a su obra Delitos y faltas (1989) del mismo modo que El sueño de Casandra (2007) también podía reducirse a una interpretación similar. Pero también convendría señalar, como en el cine de Allen de la última década, la manera en que esa dimensión minúscula y despreocupada de la película genera una nueva forma de concebir una historia monumental.
El nuevo relato del cineasta es grandioso cuando se piensa en él, e insignificante cuando se observa puesto en imágenes. Quizás lo sea porque, mientras se habla de Heidegger, de la estética del asesinato o de la autorrealización personal, nada ocurre en la pantalla más allá de observar a dos actores conocidos tomando un helado. La incandescencia de aquellas primeras películas se ha diluido con la edad: los personajes ya no se desviven por compartir sus pensamientos, y el simple paseo se ha vuelto más importante que las palabras. La energía inicial ha dado paso a una desconcertante displicencia, y Darius Khondji se empeña en recordarla recogiendo puestas de sol que rivalizan en el plano con la presencia de los propios intérpretes.
Lo cierto es que la puesta en escena ha ido perdiendo peso con el paso de los años, mientras que el protagonismo de lo conceptual se ha ido adueñando de la función. Irrational Man despega cuanto más se piensa en el material que la sustenta, en su carga filosófica y no en su naturaleza puramente cinematográfica. En ese sentido, quizás sea el Woody Allen con mayor capacidad discursiva de los últimos años, aunque a estas alturas esas afirmaciones hayan perdido ya todo su sentido.