Cuando, en el último tercio de la película, una enorme reina alienígena persigue al galope por el desierto a algunos protagonistas, uno no puede evitar pensar en aquella versión de guión para Alien 3 (David Fincher, 1992) que nunca llegó a ver la luz. En aquel borrador, los aliens llegaban a unirse para formar juntos una criatura enorme al estilo de Godzilla… Y el pensamiento es menos accidental de lo que parece: primero porque esta saga ha decidido explicar a sus criaturas del mismo modo que hizo James Cameron al pensar en las cavernas de los aliens como si se trataran de un panel de abejas, comandadas también por una reina, pero sobre todo porque a uno le vienen a la mente las ideas de aquellas películas que nunca se hicieron.
Y con razón, porque ambas imágenes son tan sugerentes como peligrosas. Es muy sencillo que ideas como esas terminen en el abismo de lo ridículo. Sería necesaria la mano de alguien capaz de convertir un relato fantástico en una pesadilla y no en un entretenimiento. Y si hay algo que tenga claro Independence Day: Contraataque es que está lejos de ser una pesadilla y muy cerca de ser una montaña rusa.
El problema de la película no es su falta de mesura, ni mucho menos, ni su digna condición de divertimento, sino que es un filme que se invalida muy pronto a sí mismo: en una de sus primeras escenas, un soldado atraviesa uno de los pasillos de la Casa Blanca y se detiene ante un cuadro de grandes dimensiones con la imagen del capitán Steven Hiller (el personaje que interpretaba Will Smith en la primera entrega) mientras una trompeta entona una emotiva melodía.
Es una de las grandes señales para entender que Roland Emmerich se toma Independence Day tan en serio que ya no hay lugar para la autocrítica y que la inocencia se ha transformado en ensimismamiento. Esa incapacidad para mirar más allá de los límites del relato constriñe a la película bajo una improductiva contención que le impide desmadrarse del todo. Cuando los humanos descubren una tecnología marciana para luchar contra sus invasores, es tentador imaginarse una nueva película, una en la que los científicos recién despiertos, veinticinco años después, empuñen armas imposibles aún ataviados con los trapos del hospital. Cine que, una vez más, aleja de la pantalla e invita a pensar en películas que nunca se hicieron.