Se hace complicado abordar una película cuando toda ella está construida en base a una propuesta tramposa y de aparente profundidad, y cuando contiene tan complejas herramientas de ocultismo y engaño que es casi imposible desentramar las razones por las que la cinta en su conjunto carece de validez alguna.
Room in Rome, un encargo de Julio Medem en el que adapta el material de la película de Matías Bize y lo acerca a su verborrea acostumbrada y a sus constantes obsesiones, está liberada de los constantes viajes épicos e itinerantes de sus personajes, en una constante huida de sí mismos que pretendía atribuir conexiones entre las reflexiones absurdas que hacían y las localizaciones a las que los confrontaba.
La premisa del argumento es justamente lo que genera el mayor aliciente de Room in Rome, el estudio de la puesta en escena, un ejercicio de estilo en una habitación de hotel como único espacio geográfico (aunque un ordenador y las fotos de satélite que visitan les permitan acceder a enclaves del exterior).
Así, Medem, muy lejos de su mejor momento como cineasta, (Los amantes del círculo polar, 1998) desdibuja el original y lo transforma en una revisitación de su universo fílmico, atrapado entre cuatro paredes (el contraste entre la luz y los colores de la habitación y el baño forma en la práctica una segunda localización) e inundado de sus acostumbrados e infinitos diálogos, disfrazados de falsa trascendencia.
La historia de amor entre las dos mujeres responde tanto a la provocación como al sentido del ideal femenino. Los constantes desnudos gratuitos que ofrece la película no resultan tan espirituales y mágicos como quisiera su autor. Su lectura más bien se sitúa en los cánones de un director que utiliza la provocación para tapar las inconmensurables lagunas y pretensiones trasnochadas de su cine.
La excelente música de Jocelyn Pook inunda las imágenes y los tiempos muertos, nunca hay tiempo para el silencio. La compositora, autora de piezas más importantes de lo que se consideran hoy en día, se ve lastimosamente obligada a luchar en la banda sonora con Russian Red, en otra de las imposturas propias de la estrategia comercial de la película.
Que el relato se cierre de manera simétrica a la manera en que empezó viene a decir, una vez más, que las fórmulas preestablecidas de guión de Julio Medem y su exploración constante del universo femenino como manera trasnochada de acercarse a sus ideales físicos y sensitivos dejó de ser, hace tiempo, una búsqueda productiva.