Hay ciertas películas engañosas, ciertos dramas sociales de vocación impostora, que pretenden extraer la más pura emoción de su público a través de los procedimientos más toscos y vergonzosos utilizados sin ningún pudor, derivados de una limitada visión y experiencia de eso que llamamos cine.
Fish Tank nace bajo esa estética, bordeando continuamente esos despreciables lugares comunes, excusada por la necesidad de una directora de escasos recursos, casi aún novel tras su prometedora Red Road, por levantar un edificio convencional y previsible para luego tratar de encontrar su identidad y su discurso más allá de sus estructuras. Es por ello una película importante.
No hay que olvidar que Fish Tank se alzó con el premio del público en el Cannes de 2009. Se trata de un tipo de película que conecta con el gran público y que éste parece pedir a gritos. Es de agradecer que las nuevas autorías como la de Andrea Arnold renueven el discurso y ofrezcan a esos espectadores, ávidos de historias cotidianas, obras de gran altura como la que aquí se discute.
La vida diaria, hostil y sin esperanza alguna, de una adolescente que sueña con bailar algún día. Los encuentros con cada una de sus relaciones cotidianas están llenos de crudeza y de una violencia desbordante. Sólo los momentos que la niña pasa junto a una yegua blanca, que encuentra en medio de ninguna parte, parecen apaciguarla
Por un momento estamos ante Crin Blanca, de Albert Lamorisse. Pero si el caballo de aquella evocaba la libertad y el camino hacia la madurez, aquí la metáfora está cargada de tintes dramáticos. La yegua presenta evidentes signos de enfermedad, pero Mia, la joven adolescente, no sabe reconocerlos.
Se inicia así un trayecto en el que descubre que la vida en libertad de la yegua, tanto como de la suya propia, están abocadas a sumirse en el más hondo ostracismo.
En ese trayecto, Mia también conoce la infidelidad, se encuentra con el engaño y con los desengaños, con las falsas apariencias, con el dolor de la venganza, con el mundo adulto y, al final de todos esos encuentros, con la muerte de la ingenuidad y de las ilusiones propias de la adolescencia. Reconoce, al fin, que el único modo de supervivencia es la huída.
Pero incluso en ese infierno cotidiano, en ese país de las desesperanzas que es el mundo, Andrea Arnold parece querer mostrar que no son pocos los momentos de gozo y de aprendizaje. La cámara lenta se apodera de la imagen en esos instantes, y la respiración de Mia se hace entonces latente.
Es entonces cuando el filme encuentra su identidad, su pulso dramático, su manera de ofrecer uno de los mejores retratos posibles de la adolescencia a través de la capacidad de observación, del silencio y de la reacción escondida, de saber captar esos tiempos muertos donde la mirada inocente del adolescente se copa de asombro, y de encauzarlos hacia una determinación impensable para él, pero que finalmente, a través de la confrontación con su verdad, acabará por asumir.
Se trata de una huida anunciada. Lo bonito es descubrir cómo sucede esa huida, y los pasos, o más concretamente, los tropiezos que acontecen antes de encontrar el valor suficiente para afrontar esa huida.
En esa cámara lenta y en su insistencia, la película no sólo encuentra su identidad sino también su mayor defecto: el subrayado constante, la búsqueda de lo evidente cuando ya había hecho gala de su delicadeza, o lo desbordante de un metraje que se alarga en exceso para poder redondear un relato social cotidiano que acaba tiñéndose de epopeya juvenil.
Mia se despide entonces de su vida pasada, rompe con su realidad y trata de alejarse de ella, decidida a perseguir sus sueños pero consciente ya del mundo en el que vive. Y mientras se marcha ve a su hermana despedirse, la misma niña que Mia fue años atrás, la que soñaba con cumplir sus ilusiones y que también vio marchar a mucha otra gente.