En el momento en que suena el “Without Me” de Eminem, mientras Harley Quinn se prepara para la batalla y sin justificación narrativa alguna, Escuadrón suicida muestra sin pudor los cimientos que la construyen: se trata de un tema popular y reconocible, pero no exactamente para las nuevas generaciones de adolescentes que deberían llenar las salas ante el estreno de la película, y posiblemente tampoco sea un tema importante para el autor del filme. La presencia del tema, como tantos otros a lo largo del metraje, cumple la misión de un pasacalle: la canción es famosa, pertenece a la cultura popular y eso basta. Incluirla en el montaje de la película otorga a Escuadrón suicida la misma complicidad que genera el espíritu de la música, el privilegio instantáneo de jugar en la misma liga, con las mismas reglas y bajo la misma permisividad.
La música de archivo sólo puede jugar aquí una carta: la de la frivolidad, la del ánimo gamberro si acaso. Y cuando no es posible narrar bajo esas coordenadas, el score original de Steven Price sale a escena, pero ya es tarde para otorgarle al filme una identidad propia, especialmente porque al compositor se le exige una banda sonora que pueda mimetizarse con los esquemas de sonido que propusiera en su día El caballero oscuro, en una especie de pacto prefabricado que glorifica más de la cuenta a aquella película y que condena a esta a la mera imitación, a la pura mediocridad.
No es el mayor pecado de Escuadrón suicida, ni tampoco el gran error que la condena del todo, pero sí una interesante puerta a través de la que poder desentrañar cuáles son las costuras de un filme impreciso en sus formas y simplista en sus contenidos, cuando precisamente viene a explotar la franquicia de unos personajes complejos en extremo. Quizás habría que hablar sobre los porqués de esta censura de toda complejidad en el mundo del entretenimiento, pero tampoco es esa la gran falla de la película. La ausencia total de riesgo de Steven Price como compositor y la presencia de Eminem y compañía nos ponen en la pista: se trata de una película diseñada sin riesgo alguno, con un miedo absoluto a la transgresión, justo lo contrario de aquello que define a la pandilla que intenta retratar. No hay riesgo alguno en su escritura, y menos aún en su puesta en imágenes: lo anodino era el peor homenaje que podían recibir unos personajes nacidos de la originalidad, del riesgo y del caos.
En esa política de plegarse a los éxitos superheroicos de los últimos tiempos, la histriónica presencia del Joker es la protagonista de otra de las grandes fisuras del filme. Este anecdótico Joker, nacido de la pura imitación del modelo implantado por Heath Ledger (El caballero oscuro, Christopher Nolan, 2008), no hace más que alimentar una Burtoniana espiral equivocada: la filosofía de la transformación física como sinónimo de interpretación intensa, celebrando cada exceso como una virtud. La permisividad con ese modelo ha llevado a otorgar un Óscar póstumo al propio Ledger, o a premiar también a Jared Leto por otra transformación (Dallas Buyers Club, Jean Marc-Vallée, 2013) para terminar por condenar la carrera del actor a repetir ese tipo de operaciones físicas en las que poco tiene que ver lo que ocurre a nivel interno, una definición cercana a lo que supone la propia Escuadrón Suicida. Cuando Will Smith lagrima por enésima vez ante el recuerdo de su hija, remitiéndose a otros tantos de sus anteriores papeles, la sensación de déjà vu es tan fuerte que aquellos ojos borrosos sólo son capaces de sugerir que Escuadrón suicida es un producto sin alma.