El rey del divertimento por excelencia, el discípulo de Spielberg consagrado por la academia americana y autor de hermosas películas de aventuras, también de algunos descalabros, se había tomado en serio a sí mismo tan sólo en dos ocasiones. Una de ellas había sido Náufrago (2000), en la que exploraba con timidez los límites del silencio y del no-relato en el frágil contexto de una película prototipo de los grandes estudios. Su otra gran obra era la infravalorada Contact (1997), en la que exploraba las posibilidades de la fe en un ensimismado relato de ciencia-ficción.
Es posible que el realizador se haya lanzado a rodar un guión tan convencional como atrapado en sus propias limitaciones porque, en el fondo, toca absolutamente todos los temas que han interesado al autor a lo largo de su filmografía. Desde la revisión de los hechos irrecuperables del pasado hasta la imposibilidad de la supervivencia de los actos de fe en la sociedad contemporánea, pasando por la inalcanzable posibilidad de amar a otros una vez tomado el camino de la autodestrucción. Todo parece convocado aquí, con mayor o menor fortuna.
1. La revisión del pasado tiene lugar a partir de una suntuosa escena de apertura, rodada con mimo y virtuosismo, en la que Whip Whitaker, el protagonista alcohólico encarnado en un magnético Denzel Washington, aterriza milagrosamente su avión de pasajeros y salva cientos de vidas. La película se remitirá a aquella primera escena durante el resto del metraje, a veces con intención de esclarecer los hechos, otras como manera de enfrentarse al trauma, y otras de modo vanidoso simplemente para recordarle al espectador que se trata de una película de altos vuelos, nunca mejor dicho. Y necesita hacerlo porque todo cuanto viene después bien podría pertenecer a un telefilme de sobremesa.
2. La imposibilidad de la supervivencia de los actos de fe. Si algunos mantienen que conseguir aterrizar aquel avión fue obra divina por la dificultad de su ejecución, el relato se encarga de desdibujar ese debate, al mismo tiempo que los personajes se esfuerzan por demostrar las causas demostrables que originaron el desastre. Tal y como ocurría en Contact, Whip Whitaker debe convertir en un acto de fe una experiencia personal imposible de demostrar. Por eso mira continuamente, frustrado, hacia el cielo. El piloto sabe que aún estando bajo los efectos del alcohol no podría haber hecho una mejor labor a los mandos. ¿Pero cómo demostrarlo? La fuerza de la película subyace en ese debate silencioso que tiene lugar en los gestos del actor y no en una torpe puesta en palabras.
3. Otra imposibilidad. La de amar a otros una vez tomado el camino de la autodestrucción. Si la película resulta un interesante retrato del alcohólico es en tanto que sabe definir la relación con sus seres queridos. Al mismo tiempo es una de sus mayores trabas. Su estructura convencional y su política de la evidencia como motor narrativo obligan a la historia a introducir a un personaje del todo prescindible, una chica con la que Whip se cruza durante la travesía del antihéroe. El guión de Flight decide continuar con esa subtrama porque resulta importante para definir al personaje principal, pero su puesta en escena sólo contribuye a eternizar el metraje de la película.
El problema de Flight no es tanto la visión de Robert Zemeckis, previsible y disfrazada de falso virtuosismo, sino los pobres planteamientos de un guión esquemático. Tampoco conviene reducir la película a un cúmulo de convencionalismos y olvidar ingenuamente las indudables conquistas y sus momentos álgidos. Flight existe, se ha puesto en pie, gracias a un actor de inconfundible carisma que realiza aquí una interpretación hipnótica. Su actuación es sobresaliente porque la película es el personaje, su metraje tiene sentido en tanto que es la construcción paulatina de este Whip Whitaker que Denzel Washington hace inevitablemente suyo.
De modo que tenemos una película edulcorada que no renuncia en ningún momento a reconocer su condición de producto convencional pero que, a su manera, no teme asomarse con valentía a interesantes cuestiones que no se limita a apuntar para luego dejar en el tintero. El valor de Flight es el de mancharse hasta las rodillas a partir de ciertas preguntas incómodas, aunque su propia condición le impida llegar hasta el fondo del fango. Tal vez lo más interesante aquí sea cómo la película tiene que renunciar continuamente a sí misma para poder plegarse a las reglas de un Hollywood caduco.
En ese sentido, la escena que define el filme no es esa vistosa secuencia de apertura, sino las decisiones de cámara ante la última de las recaídas del personaje. El guión de John Gatins no ha podido eludir bajo ninguna de sus situaciones lo que es evidente: Whip Whitaker volverá a beber justo en el momento más importante de la trama. Es el Hollywood que se preocupa en disfrazar, en esconder, muy lejos del valor de retrasar o sugerir. Ante esa incapacidad, la película se vuelve desesperada. La escena se aletarga intentando que ese momento nos coja por sorpresa, pero ya resulta imposible. La acción se resuelve a través de un recurso torpe y desesperado, que Hollywood entiende en realidad como un gesto de auténtico virtuosismo: Zemeckis se centra en una botella de licor que permanece en primer plano hasta que la mano de Denzel Washington la toma por sorpresa, acompañado de un efecto de sonido nada sutil.
Es la decisión visual que define la película al completo, en tanto que convierte a Flight en un filme que intenta huir de su propia condición a partir de desesperados procedimientos. La película es interesante en un sentido reflexivo, sobre lo inapropiado de muchas de sus decisiones, tanto narrativas como argumentales. Un filme que quiere hablar sobre la imposibilidad de demostrar una certeza vital termina convertido en un relato que ilustra la imposibilidad de Hollywood de escapar de sí mismo. En la revisitación de sus más profundas obsesiones, el director ha vuelto a filmar la misma película bajo una apariencia diferente. Ha vuelto a tomar los mismos senderos equivocados. Tal vez ese sea, en realidad, su deseo: demostrar que todos esos caminos han terminado por conducirle al mismo lugar.