En 1991, un plano virtuoso perseguía la trayectoria de una flecha en Robin Hood, príncipe de los ladrones (Kevin Reynolds). La imagen era espectacular, pero no se trataba de ningún momento crítico del filme: no era un disparo trascendente ni tampoco la flecha definitiva. El plano estaba allí por su capacidad de asombro, porque aumentaba el espectáculo. Estaba allí porque se podía hacer, no por una necesidad expresiva crucial para el relato.
La flecha de Robin Hood podría definir a una película como The Revenant, ejercicio virtuoso en sí mismo que no teme cometer excesos porque, precisamente, está construida sobre el exceso y la demostración de que es posible traspasar cualquier desafío técnico. Y conviene subrayar la palabra «técnico», porque tal y como ocurría con Kevin Reynolds más de veinte años antes, la implicación narrativa queda fuera de esta exhibición de fuerza.
Puede que contemplar The Revenant suponga también asistir al mayor despliegue de aquel que se ha convertido en el gran director de fotografía de nuestro tiempo. Aunque no hay ningún hallazgo que no estuviera ya en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2007), las imágenes logradas por Emmanuel Lubezki no sólo sostienen la película, sino que le otorgan su sentido: el relato de la supervivencia heroica de un hombre importa menos que atravesar la belleza del paisaje americano.
Así es como se construye un relato que muestra su vocación por reivindicar las atrocidades de la conquista, sólo que el espectáculo visual funciona por saturación y no por contraste. No hay un solo plano que no sea sublime en la película, aún cuando su director se empeñe en filmar también los primeros planos con un gran angular y deformar los rostros como ya ocurría en Birdman (2014). Y en esa sublimación constante es inevitable alcanzar un efecto agotador, una cierta fatiga: si todo es sublime, ninguna imagen termina siendo significativa.
Se trata de una importante ausencia de equilibrio, pero no es la más grave: después de dos horas acompañando la travesía de Hugh Glass (Leonardo DiCaprio), la película escamotea un momento junto a él antes del duelo final para provocar un golpe de efecto, una última sorpresa. Iñárritu plantea un discurso de la tierra, de las entrañas, algo así como la visión de un gurú que en muchos modos no está lejos de la de Jodorowsky, pero en última instancia se deja seducir por la filosofía del espectáculo. Tal vez sea el detalle que pone en duda, una vez más, los lugares hacia los que el cineasta conduce sus habilidades: mientras los grandes narradores intentan sembrar en el interior de quien observa, Iñárritu sigue necesitando sembrar sobre sí mismo y hablar de su capacidad para perseguir flechas con la mirada.