Para hablar sobre lo que realmente significa The Dark Knight Rises hay que remontarse primero a la banda sonora de la anterior película. En ella, Hans Zimmer le asignaba al personaje del Joker un tema musical compuesto por una sola nota: el sonido de una guitarra eléctrica que aumentaba su tono gradualmente. Ninguna melodía, todas las notas posibles. Para hacer una nueva entrega que estuviera, al menos, al mismo nivel de aquella, ¿hasta dónde habría que llegar? ¿Qué hay más simple y definitorio que una sola nota? El silencio, si acaso. Algunos esperaban con The Dark Knight Rises el silencio que precede al Big Bang, el silencio que abre la Quinta Sinfonía de Beethoven, el encuentro con el destino.
Lo que ocurre en realidad no es la llegada del silencio, sino más ruido. Si El caballero oscuro fue construida bajo una libertad creativa sin precedentes y generadora del caos más absoluto, también en cuestiones argumentales, The Dark Knight Rises se ve obligada siempre a mantener, como mínimo, aquel espíritu épico mientras intenta dar continuidad a la magnificencia del relato. Obligada siempre al más difícil todavía. No es dueña nunca de sí misma, sino esclava de todo cuanto se espera de ella.
La tercera entrega abandona la oscuridad, seña de identidad del segundo filme, y abraza la tonalidad luminosa que le otorga la llegada de la nieve, el invierno, el ocaso del héroe que es también el ocaso de todo el cine superheroico, la hipérbole absoluta. En ese sentido Batman ya no es una criatura de la noche cómoda con su entorno, sino el antihéroe que se vuelve necesario en tiempos de crisis y sale a la luz, fuera de su entorno, para enfrentarse a todos sus demonios. Si aquella se atrevía a filmar la oscuridad del alma humana, esta es el elogio de la luz, de la superación personal, elogio de la justicia. La premisa argumental es deudora del relato que da origen al héroe, y por ello la película queda más vinculada a la primera parte, Batman Begins, y relega al olimpo de las rara avis a la segunda cinta. ¿Era una espiral imposible de continuar The Dark Knight?
En ese aspecto, a pesar de la aparente decisión de alejarse en gran medida de su inmediata predecesora, sus creadores han firmado la mejor película posible en esas circunstancias. Han hecho la película que todos esperaban ver. Quizás no sea tan subversiva como la anterior, ni tan libre, también porque argumentalmente debe suponer un cierre y un elogio de lo épico y por tanto debe plegarse a la estructura propia de la confrontación final y también a la de los finales felices. Pero ¿no es también meritorio concebir un filme que está, como mínimo, al mismo nivel inalcanzable de aquellas? El único problema con este Batman es que ofrece más de lo mismo, pero sería absurdo negar que este más de lo mismo supera con creces a buena parte de la producción cinematográfica contemporánea.
La mayor tara a la que debe hacer frente The Dark Knight Rises es su obligación, totalmente autoimpuesta, de convertirse en un clímax continuo que no ofrezca lugar alguno al respiro. La exhibición de fuegos artificiales definitiva, o la construcción de una epopeya que no pueda ser discutida. Una vez más vuelven a olvidarse de la importancia del silencio, de que para captar la grandeza del escenario concebido hacen falta también los compases en los que la orquesta calla. Y, literalmente, la orquesta de Hans Zimmer nunca calla, en una espectacular y poderosa banda sonora que el montaje de la película ha convertido en casi tres horas de ininterrumpida percusión. Pero no es la única tara: como si de un adocenado Gandalf en El retorno del rey se tratase, Alfred (Michael Caine) debe derramar unas lágrimas en los emotivos minutos finales para obedecer a las leyes de un final que empuje a la lágrima fácil y que deje así, sin lugar a dudas, el sabor del mejor de los cierres.
Hasta ahora habíamos asistido, en la creación de una filmografía ejemplar, a los productos fílmicos de un autor que superaba siempre la grandeza de su escenario anterior. En The Dark Knight Rises, sin embargo, todo cuanto ocurre está tan cercano a Origen (2010) en cuanto a conceptos técnicos y sobre todo en cuanto al diseño de lo visual, que invita a pensar en aquel controvertido film de entretenimiento como el verdadero techo de Christopher Nolan, y no esta nueva entrega de un superhéroe que ya pide paso al descanso aunque ya se especule con su futuro.
Esa similitud estilística con respecto a su anterior película revela ciertos elementos que se han hecho propios del cine de grandes escenarios propuesto por Nolan y que conviene tener en cuenta para advertir la que es, aún, la imperfección creativa de un joven autor al que sus legiones de admiradores han convertido en intocable. En ese aspecto, existe un problema evidente en el manejo del tiempo de metraje tanto como en el tempo narrativo. Los filmes son innecesariamente largos, y al mismo tiempo existe la sensación de que aún es necesario más metraje para contar el relato, pues todo parece ser contado de manera apresurada y frenética (pensar, por ejemplo, en las imágenes finales con Joseph Gordon-Levitt). En esto ayuda mucho una labor de montaje que no tiene miedo de atropellar las secuencias, en un trabajo incuestionable a nivel técnico pero muy discutible en el plano narrativo. Películas, pues, menos perfectas de lo que se proclaman, en las que la excesiva necesidad de explicar sus planteamientos dinamita toda opción de una estructura coherente, contenida o dominable. Nolan es más un creador de momentos puntuales, de fogonazos de gloriosa intensidad, que de películas redondas. El dispositivo fílmico parece escaparse de las manos del director, como si hubiera creado algo imposible de dominar por su parte. Es hermoso poder asistir a esa creación grandilocuente, pero al mismo tiempo su mensaje se diluye por el camino.
No puede descubrirse nada nuevo elogiando los elementos de una nueva cinta diseñada para el disfrute. Si hay discusión en torno a si el villano de esta entrega es inferior al de la película anterior es sólo en términos de cómo el personaje del Joker se presta a una actuación memorable y la de un enemigo como Bane se basa puramente en la descripción de su personaje y la imposibilidad de una interpretación digna en base a la caracterización, que oculta la mayor parte de su rostro. El villano es igualmente imponente, pues en la creación de expectativas Nolan es un auténtico maestro, y su pléyade de maravillosos secundarios saben recitar con magnífica eficacia los perfectos diálogos de un guión escrito de manera soberbia aún cuando el relato ofreciera signos de agotamiento. Tampoco sirve de mucho admirar las virtudes técnicas de un equipo artístico de incuestionable primer nivel. Todo cuanto ocurre en esta tercera reinvención de un Batman memorable es digno de elogio.
Para terminar, una pequeña reflexión que invita a pensar en The Dark Knight Rises como la película menos personal de todo el cine de Christopher Nolan. Y cuidado aquí con los spoilers. En la última escena del filme, Michael Caine lanza una mirada al frente y encuentra a Bruce Wayne, que por fin es feliz. Le regala un emotivo saludo. ¿Qué estará mirando en realidad? Esa maravillosa imagen protagonizada por un actor irrepetible vendría a engrosar la lista de aquellos planos ambiguos, inquietantes y propicios a la discusión que han caracterizado los últimos filmes del director. La última imagen en El truco final, el detalle de la peonza en Origen, el final abierto y desasosegante de El caballero oscuro o incluso el final-principio de Memento, sin olvidar la carta del Joker en la escen final de Batman Begins. Es por ello por lo que mostrar el contraplano de lo que está viendo Alfred (Michael Caine) resulta tan forzado como imprescindible, tan explícito como propio de una decisión casi estúpida. Por primera vez en Nolan no hay lugar a la reflexión, a la duda o al pensamiento eterno de un final abierto, lo que hace pensar en a qué tipo de público va dirigido, realmente, The Dark Knight Rises. Quien piense que el descubrimiento de la bat-cueva por parte de un nuevo y futurible protagonista es, en realidad, ese detalle que invita a pensar en el futuro, pertenece sin remedio al tipo de espectador que el propio Nolan ha sabido fabricar para sí.