“No quiero brindar por los viejos tiempos. Me cago en los viejos tiempos. ¡Hay que hacer que pasen cosas!”, dice Javier, uno de los miembros de la familia que se reúne para despedirse de la casa en la que creció. Los viejos tiempos se han adueñado del reencuentro, como si de repente la vida se hubiese detenido y no se pudiera huir del pasado. Así lo señalan los oportunos carteles de la zona, “Usted se encuentra en una zona magnética”, o ese reloj de la cocina cuyas manecillas hace mucho que ya no giran.
En la reunión familiar también está Bruno, que ha viajado desde España hasta Chile para revisitar el lugar donde aún habita su infancia, o Nela, que nunca abandonó aquella tierra de la que se siente parte. Sus emociones se esconden entre la multitud, les perdemos la pista entre ritos familiares. Y mientras, la cámara recoge todo ese movimiento con especial cariño e inconfundible aliento rohmeriano, dejándose impregnar por la luz que se cuela entre las hojas de los árboles, por los sonidos de los alrededores y por esas miradas que parecen revelar, fugazmente, todo aquello que los protagonistas no cuentan con palabras.
Cuando se alejan demasiado del grupo la familia les reclama y entonces aparece de nuevo esa tensión entre pasado y presente propia de quienes ya no tienen nada que decirse. En un intento de mantener vivo el vínculo familiar tratan al adulto, ahora desconocido, bajo la identidad del niño que conocieron. Ya no es posible volver al pasado, aunque la memoria les haga prisioneros de sus recuerdos. Por eso brindan por los viejos tiempos, lo único que todavía les une.
Uno puede sentir que en la superficie de El árbol magnético no sucede nada, que no hay lugar en ella para esquemas convencionales y que su relato, profundamente sentimental, huye de todo melodrama. Cuando aparece un tímido nudo argumental la película lo deja en suspenso, después lo abandona y busca otro lugar desde el que seguir observando. Cuando buscamos respuestas confortables ella mira hacia otro lado, o cuando los protagonistas buscan nuevos recuerdos, ella propone silencios. En la búsqueda de un cine que se parezca a la vida, el film se atreve a navegar en los terrenos de un mágico desconcierto. Y en ese viaje, en el que todo lo accesorio desaparece dulcemente, la película se descubre desnuda para poder encontrándose a sí misma, como si fuese más importante entender las latitudes de ese estado emocional que ofrecer certezas sobre el futuro de los personajes.
“Lo recordaba más alto”, dice Bruno al reencontrarse con el árbol magnético. “Y él a ti más chico”, le responde Nela recordándole que el árbol también ha visto al mundo transformarse, como uno más de la familia. El mundo se transforma y las despedidas son inevitables. En El árbol magnético Isabel de Ayguavives se ha lanzado a capturar, con valentía y con hermosa sutileza, esa última mirada hacia un tiempo que desaparece, deteniéndose en ese punto de inflexión en tierra de nadie, en esos nuevos tiempos que aún guardan el sabor amargo de la despedida, allí donde nada ha cambiado pero en el que ya todo es diferente.
Publicado originalmente en Caimán, Cuadernos de Cine, 29 (80), Julio-Agosto 2014.