Anton Corbijn comenzó su carrera como fotógrafo de bandas musicales, y tras rodar algunos videoclips de renombre, su paso al cine se materializó en Control, la biografía de la banda Joy Division, para la que ya había trabajado en el pasado haciendo fotografías.
Esa experiencia con el mundo fotográfico, con la imagen estática, con dominar del retrato de paisajes, ser consciente del poder narrativo y visual de una imagen por sí misma, ha dado su fruto en el Corbijn cineasta, con una mirada llena de personalidad, alejada de la manera de hacer películas de otros grandes directores.
El autor acusó los excesos y defectos propios de una ópera prima. No hay que olvidar que el cine no es una versión extendida y liberada del mundo del videoclip, y muchos realizadores olvidan las diferencias entre ambos universos creativos cuando su primera película no es más que una sucesión de momentos de gran calado sonoro y visual, carentes de sustancia cinematográfica.
A pesar del relativo éxito de Control, el biopic de Joy Division sufría todas estas carencias bajo la evidencia latente de la falta aún de un pulso narrativo completo que mantuviese más de hora y media de metraje con una sola historia.
En El Americano, sin embargo, esas carencias parecen haber desaparecido o, al menos, haberse suavizado con el tiempo. El paso del blanco y negro de Control, decisión de rodaje indisoluble a los recuerdos de la banda, a la matizada gama de colores de El Americano, supone un indiscutible acierto para la genialidad de los recursos visuales de su director.
Desde luego, que nadie espere un thriller al uso. La manera de rodar del director holandés y un guión plagado de libertades creativas, asentado nuevamente sobre una novela, propician que los silencios y los tiempos muertos se apoderen de la cinta, con un control y una narración tan acertados que la tensión se transforma en elemento constante e imparable.
El Americano bien podría ser una bifurcación del último trabajo de Jim Jarmusch, la excelente Los Límites del Control, pero huye de las lecturas abstractas y dispersas que generaba aquella película. Si tuviese que asemejarse a otro film, sin duda sería a otra criatura ingobernable, la soberbia El Escritor, de Roman Polanski.
Bajo un argumento en el que todo ocurre de manera displicente y pausada, Corbijn despliega sus mejores armas. Asistimos a la vida de un asesino a sueldo del que no sabemos nada, y del que jamás se nos contará algo a través de la palabra. Las imágenes de El Americano son capaces de hablar por sí solas, son capaces de contar una historia por sí mismas.
El reto como espectador reside en aceptar que el peso de lo narrativo cae también del lado de la imagen y nunca del poder de la palabra, para entender el discurso de una película que esconde mucho más de lo que parece contar.
El hombre que lo ha perdido todo, las preguntas sin respuesta, la tensión constante, la identificación plena con el personaje, los paisajes llenos de grandeza, el amor escondido, el silencio apabullante, las semejanzas con el western, todo contribuye a crear una película única y diferente.
George Clooney, que no interpreta a esta clase de personajes por primera vez, vuelve a sostener la película bajo la actitud de quien ha comprendido que el filme no se mueve por gestos grandilocuentes ni momentos espectaculares, sino bajo la contención y una gama de matices y pequeños gestos que la hacen grande.
En la sencillez de la propuesta y en su mirada narrativa única, diferente, se encuentran las mayores virtudes de una película que nunca teme ser fiel a ella misma.