Para adaptar la disparatada novela de Jonas Jonasson, la película de Felix Herngren elige discurrir por la senda de la insensatez. Mientras el material literario contaba las peripecias de un anciano que recuerda cómo ha participado de los grandes acontecimientos del siglo XX, el film pretende poner en escena su inocua estructura en capítulos de manera literal, directa, sin haber pasado por el tamiz del discurso cinematográfico. La cámara se sitúa delante de los actores de manera sistemática a partir de una puesta en escena rutinaria, como si estuviese ausente de todo ánimo narrativo.
Lo que en el medio literario puede resultar divertido, ligero y desenfadado, queda aquí ilustrado como sucesión de sketches de una gratuidad cuestionable (y de una ausencia de autenticidad preocupante, aunque quizá en la caricatura exagerada se pretenda depositar otro de sus divertimentos). De modo que el resultado está lejos de constituir una película con identidad propia, de imágenes poderosas o de discursos personales, sino más bien de un homenaje al éxito cosechado por las ideas de un libro.
Lo cierto es que, atendiendo al material puramente cinematográfico y evitando ejercicios comparativos con la procedencia del relato, los recuerdos de la vida pasada del anciano sirven como tapadera, como agujero con el que distraer de la vacuidad del relato que tiene lugar en el presente, sostenido en torno a lo absurdo y a un sentido del humor peligrosamente condescendiente. Ese humor deviene en vulgaridad, un proceso que posiblemente sea lo más peligroso de la película, y a partir de esa vulgaridad la película se asienta en una posición acomodada en la que la incapacidad de insuflar energía al relato se disfraza de tiempos muertos y de risas fáciles.
El abuelo que saltó por la ventana y se largó confía, quizá demasiado, en la complicidad del espectador que reconoce los hechos históricos, que disfruta con la reescritura y que comparte simpatías por las travesuras de este improbable barón de Münchausen. Pero lo cierto es que sus mecanismos, además de acercarse a una simpleza casi ofensiva, pretende celebrarse a sí misma como la quintaesencia del entretenimiento inteligente. Hablamos de recursos que ya había puesto en escena la celebérrima Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994) que, por cierto, conviene recordar que fue realizada veinte años antes de lo que propone ahora el film de Herngren.
Otra grieta por la que entender a qué tipo de película nos enfrentamos es la naturaleza de su banda sonora: una recurrente marcha de espíritu irónico e inofensivo, que nunca evoluciona con los personajes sino que se limita a aparecer en el comienzo de cada escena, con el deseo de recordarnos lo divertidas que están siendo sus situaciones. Pero es difícil no apreciar cómo sus escenas van transformando la incorrección en impertinencia, y la simpleza con la absoluta trivialidad. Lo peor que le ocurre a la película es que no dudemos nunca de los éxitos del anciano no porque conozcamos su futuro, sino porque ya no nos importa, cuestión que no debía tener ninguna importancia en la novela. Un motivo más para entender que las traducciones literales de un medio a otro resultan, naturalmente, insalvables. El cine es un lenguaje.