Puede que la mayor cualidad del cine de consumo propio del videoclub en los años ochenta fuera la capacidad de reírse de sí mismo cuando las intenciones de trascendencia eran más bien escasas. Tomarse un poco menos en serio generaba una libertad en el clima de lo narrado y una aparente sensación de ligereza que trabajó muy a favor de la diversión que ofrecían aquellos productos inofensivos.
Hoy todo ha cambiado. Es muy difícil que podamos encontrarnos con una película “dirigida por”. Ya todas son “una película de”. Un matiz muy importante que invita a pensar que el cine no se hace ya para el deleite del espectador sino para alimentar el ego de quien lo realiza. Y en ese orden de cosas, los defectos de esta nueva Desafío Total son los defectos del egoísmo que conlleva la imposición de una marca autoral, como si Paul Verhoeven no hubiera dejado la suya, veintidós años atrás, en esa cualidad tan suya de saber situarse tras el argumento y no al revés.
La nueva versión de Len Wiseman dura quince minutos más, y cuenta mucho menos. Se ampara en partir directamente de la novela de Philip K. Dick y no en ser un mero remake, pero sus decisiones argumentales van siempre encaminadas a la simplificación y no al enriquecimiento de la historia. Lo que queda, en definitiva, es una persecución continua y absurda de dos horas de duración. Si el Desafío Total de Paul Verhoeven era una especie de placer culpable del género de la ciencia-ficción, la obra de Len Wiseman es una película menor puesta en pie sin la menor idea de lo pobre que resulta.
Si de algo puede vanagloriarse la cinta es de su inmaculado acabado estético, incluso cuando hace un uso recurrente de los reflejos de luz, tan de moda en el cine actual y tan pasajeros. Una moda que lo único que intenta es disfrazar las carencias en el trabajo de puesta en escena de su realizador, pero no oculta un trabajo de fotografía de Paul Cameron espléndido. El filme tiene una textura visual a la altura de las grandes obras de su género. La concepción de la ciudad en la que descansa el héroe es uno de los puntos fuertes en tanto que condicionan no sólo el universo estético sino el estado anímico de sus protagonistas.
No puede obviarse al hablar de la dirección artística, sin embargo, el alarmante parecido tanto de la ciudad como de algunos edificios importantes de los decorados con el diseño de producción de Blade Runner, obra incomparable con esta y quizás con cualquier otra relativa a la ciencia-ficción. De modo que no es ninguna barbaridad afirmar que los mayores triunfos de esta Desafío Total pertenecen en realidad a otra película, sólo que aquí han pasado por el filtro de lo digital y sus lavados de cara los convierten en un auténtico festín para la vista. Su mejor escena, ya mostrada en su trailer como el mayor aliciente posible, es aquella en la que, mediante un falso plano secuencia, su protagonista consigue librarse de un escuadrón de soldados que le persiguen con la apariencia de una sola toma.
¿Puede hablarse de buenas interpretaciones cuando el único elemento no digital son los propios actores y cuando las habilidades del director quedan comprometidas de manera evidente en cuanto comienza la película? Colin Farrell no ha aprendido, a lo largo de su carrera, a disimular su mueca cuando un proyecto no le interesa en absoluto, como es el caso. Curiosamente, al ser una película que no permite matices, el carácter de sus limitados actores encaja con lo que el espectáculo ofrece. Kate Beckinsale, que ya colaboraba con el director en dos entregas de la saga Underworld, tiene un único rostro, el del enfado, que le viene fantástico a un personaje plano que termina convertido en un villano casi tan ausente de emociones como los androides que la acompañan durante la persecución.
Una de las mayores taras argumentales reside en un pequeño elemento que hacía grande el filme de Paul Verhoeven y que convierte a este en mediocre. El personaje de Arnold Schwarzenegger nunca llegaba a saber si lo que estaba viviendo era un sueño o se trataba de la realidad. Sus actos de valentía, repartidos de manera heroica a lo largo de la película, nacían de la convicción profunda del personaje en que todo cuanto sucedía era producto de su imaginación. No importaba, entonces, que se atreviera a hacer cosas de las que no era capaz en la vida real. En el filme de Len Wiseman, por el contrario, la simpleza de los contenidos juega en contra también de esa idea, que debería vertebrar en realidad todo el relato. Un disparo en la sien termina con cualquier atisbo de reflexión. Un plano insertado en el epílogo es incapaz de apuntar las interesantes reflexiones del filme original.
Y es ese reduccionismo de los aspectos inteligentes y reflexivos de la trama los que empobrecen el resultado final de una manera preocupante. Desafío Total está empeñada en aclarar cuanto antes si su relato procede de la imaginación o no. Es uno más de los efectos del presente audiovisual, contaminado por el cine de guionistas que ha propiciado el nuevo auge de la serie de televisión. Todo necesita ser explicado y resuelto, y en ese mundo cerrado, lo que no es una resolución es un cliffhanger. Nada puede quedar abierto si no es para producir nuevos capítulos, y por tanto lo importante no es incitar al espectador al pensamiento, sino al simple consumo.
Cuando Christopher Nolan decidió terminar Inception, su película más personal, con una pequeña broma en la que la peonza de su protagonista giraba sin cesar y nos impedía saber finalmente si el personaje soñaba o vivía realmente, nadie pareció entender el chiste. La necesidad de conocer la respuesta se convirtió en una obsesión con la que se llenaban páginas de opiniones y se escribieron sesudas teorías al respecto. Irónicamente, a nadie le interesaba el proceso de reflexión que proponía la película, sino simplemente conocer el final, la respuesta a si soñaba o estaba despierto. Esa idea de un cine unidimensional, de respuesta rápida y cerrada enfrentada a una divertida película de los años noventa, revela las fisuras de la época presente, empeñada en que el entretenimiento esté reñido con la inteligencia. Aunque Len Wiseman haya eliminado todo debate posible y haya convertido el relato en una persecución frenética, nunca será tan divertida como su hermana mayor.