La alarma salta tras el estreno de Lost River, el primer largometraje dirigido por Ryan Gosling y, junto a él, una avalancha de críticas que persiguen su estela. En aquellos textos no dejan de repetirse unas constantes que despachan al filme con una peligrosa rapidez, acusando al director novel, principalmente, de emular a otros autores en lugar de buscar su propio estilo.
Todo parece razonable en una primera lectura: hay muchos motivos por los que pensar que Gosling no ha digerido aún los referentes que desea poner en pantalla antes de adquirir, a través de ellos, una voz propia y una mirada particular. Pero no deja de llamar la atención que se repitan dos nombres, dos autores a los que supuestamente acude el nuevo director para construir las imágenes de su primer trabajo: las atmósferas inquietantes de David Lynch y la poética de la naturaleza de Terrence Malick, adueñándose de ellas y poniéndolas en escena como quien se apodera de algo que pertenece inequívocamente a otros realizadores.
Como se trata de los dos únicos autores nombrados con los que nunca ha trabajado el joven Gosling, salta la alarma. Un sentimiento de cautela casi automático. Dónde está David Lynch en esas imágenes, cabe preguntarse. Al acudir a ellas, el primer punto de contacto puede encontrarse en un plano aberrante en el interior de una oficina. Un plano aberrante en una oficina: la extrañeza inundando lo cotidiano. Podría ser un buen punto de partida para encontrar a Lynch. Pero la planificación de la escena ya nunca volverá a utilizar ese recurso. Lynch desaparece. ¿La banda sonora, tal vez? Los mismos sonidos graves y continuos que llenan de tensión las imágenes, pero esos sonidos desaparecen pronto en favor de una música propia de la tierra en la que se filma. Lynch sólo parece convocado durante décimas de segundo.
La pregunta se transforma en algo más complejo, más difícil de abarcar: ¿Qué entendemos entonces por David Lynch? ¿Cuál es nuestra manera de acercarnos a su obra y qué elementos la definen? Sería catastrófico pensar que Ryan Gosling emula a Lynch sólo por el grotesco aparato mecánico que utiliza para su escena final, por la atmósfera de pesadilla del relato o por la presencia de las tan nombradas luces de neón. Si realmente un plano aberrante, un determinado tono de color o la presencia de una frecuencia sonora determinada sirven para mentar a David Lynch como referencia, nuestro acercamiento a ambos autores se está produciendo desde la superficialidad. En ese desencuentro no puede haber ninguna reflexión profunda, sino más bien la tentativa de identificar la naturaleza de la película cuanto antes para poder pasar al análisis, tan fugaz y estéril como este, del siguiente estreno.
Con Malick ocurre algo parecido: el plano de un niño atravesando el césped, con el sol filmado de frente, basta para convocar las supuestas constantes estilísticas de los últimos años en la filmografía de un realizador. O dicho de otro modo, una imagen fugaz que se nos remite al cine de otro director es suficente para olvidarnos del material al que asistimos y nombrar, presos de un espíritu irreflexivo, a otros autores como quien colecciona cromos en un álbum. Se trata de un pecado del que todos formamos parte y cuya solución se torna difícil por culpa de la velocidad a la que debe trabajar el pensamiento crítico si desea abarcar la actualidad de la cartelera en su conjunto. Algo así como un check-in al que nos han acostumbrado las publicaciones más ambiciosas en cuanto a contenidos, aunque ya se haya demostrado que el equilibrio entre cantidad y profundidad no deja de ser siempre problemático.
La política inconsciente del check-in se centra en la rutina de identificar, nunca entra en los terrenos de la valoración y, si lo hace, ha entrado en ellos con tan pocos elementos sólidos de juicio que el resultado carece de importancia. Ese check-in consiste en enumerar el género, el subgénero y el tono a través del cual la película parece moverse. ¿No es eso un simple punto de partida para el ejercicio crítico, en lugar de la finalidad de un texto? Al fin y al cabo, esa información puede encontrarse en cualquier ficha técnica de la película. Pero el texto crítico parece haberse convertido más en el diario de un consumidor que en una herramienta para la reflexión, castigado por esa falta de tiempo y la necesidad cada vez más salvaje de la inmediatez informativa.
Hay una cierta indefensión ante esa cultura de la inmediatez. El querer abarcar todos los eventos, todos los estrenos, todas las cinematografías posibles, ha derivado también en la saturación informativa. Abarcarlo todo se ha convertido en una manera de no hablar realmente de nada en lo profundo. Una publicación en redes puede anunciar, simultáneamente, una cantidad de críticas muy superior a aquellos límites hacia los que un lector podría verse seducido. No es lo mismo invitar a leer una crítica concreta que invitar a leer catorce textos al unísono; publicaciones masivas impuestas por la llegada del festival de cine de turno y la necesidad de cubrirlo por completo.
Esta costumbre por devorar la actualidad presenta los mismos problemas que Ryan Gosling como director de cine: la dificultad para digerir todo lo que se ha visto. Una rutina que ha terminado por confundir la reseña extensa con el verdadero ejercicio crítico. ¿Para cuándo dedicar tiempo a analizar el lenguaje cinematográfico de Lost River, y profundizar en qué medida están allí David Lynch y Terrence Malick, en lugar de Derek Cianfrance o Nicholas Winding-Refn? ¿Para cuándo olvidar el género y los argumentos de las películas en favor de la naturaleza de las imágenes? ¿Para cuándo la necesidad de generar un pensamiento crítico en aquellos que puedan leernos, en lugar de servir como esclavos a esa inmediatez, que no es otra cosa que aceptar la irreflexión como el pilar sobre el que movernos? ¿Escribimos en calidad de analistas, o de consumidores? Quizás algún día aprendamos que, por encima del número de visitas, lo más importante siempre serán las películas.