Andrea Arnold es una de las mejores artistas a la hora de narrar sus películas a partir de los tiempos muertos. En esos lugares donde aparentemente el argumento no está avanzando ella encuentra la posibilidad de la expresión artística sublime y entonces se lanza por completo al vacío. Las historias, entonces, encuentran su verdadera naturaleza. Los personajes desvelan las prisiones en las que viven. La historia se despliega con absoluta naturalidad porque la cámara sabe recoger, filmar, cómo el entorno ha ahogado a sus protagonistas, y lo recoge con rabiosa pasión.
No es de extrañar, por tanto, que Andrea haya encontrado en la novela de Emily Brontë el escenario definitivo para las obsesiones que han perseguido toda su filmografía hasta este punto, en el que todo desemboca y se sublima. Poco tiene que ver esta película con la de William Wyler (1939), con la visión de telenovela de Kosminsky (1992) o con la sugerente lectura de Jacques Rivette (1985). Y sobre todo, poco tiene que ver con la novela original en términos de desarrollo descriptivo, y tal vez ese sea precisamente el motivo por el que esta película brilla como una de las grandes piezas del cine contemporáneo.
Porque no adapta el relato al medio. El relato sigue siendo el mismo. Lo que cambia es el lenguaje de un arte diferente. No hay una traducción de la literatura al cine, sino una traslación, una película en su más absoluta génesis. El libro se ha aprehendido y ha dado lugar no a una adaptación novelesca, sino a un relato puramente cinematográfico, asentado en su particular lenguaje. Ya no es un libro filmado, sino una historia que pertenece por entero al cine.
¿Qué le debe acaso el cine a la literatura? Pareciera que, al servirse de un material literario para generar el punto de partida de una película, la utilización de la novela implicase siempre la obligación ineludible de ceñirse a lo literario, de traducirlo de una manera íntegra. El cine ya ha desvelado y demostrado, con anterioridad, la esterilidad y vacuidad de estos procesos. ¿No es infinitamente más enriquecedor proponer cómo la novela muta a la pureza del lenguaje fílmico?
Superado el conflicto con los supuestos problemas de una traducción literal, propia de una mirada limitada y sin perspectiva, la película se desvela como uno de los más hermosos testimonios que haya dado el cine sobre la orfandad, el sentimiento de pertenencia hacia la persona que nos ama por primera vez, hacia la única que nos reconoce como iguales, y un conmovedor y apasionado ejercicio sobre los sentimientos en el cine. Filmar la pulsión amorosa no en las reacciones del actor, ni en el clímax de la música romántica (aquí ni siquiera hay lugar para la música), sino impregnada en las imágenes, en la relación de los cuerpos con el abismo en el que transitan y mediante la belleza de lo que viven y no saben traducir en palabras.
Así debería sentirse el amor filmado. Los planos hermosos y el devastador sonido de la naturaleza sustituyen aquí a la poesía de lo literario. No hay diálogos grandilocuentes, ni tampoco los esperados duelos interpretativos. Sólo hay cine. Nada podrá nunca compararse en la pantalla a la belleza de lo escrito, así como tampoco ningún libro podrá compararse a la hermosura de estas imágenes. El mismo espíritu, la misma historia, para dos lenguajes casi antagónicos.
Cumbres borrascosas propone un cine de lo sensorial, la experiencia definitiva. El virtuosismo de la mano que filma impresiona, evoca e invita continuamente al abandono de lo literal en tanto que, bajo esta visión, se convierte en lo menos importante. ¿Qué podría importar un texto cuando las imágenes han conseguido empaparnos de la sensación de desesperanza y orfandad de aquellos que viven frente al sobrecogedor abismo de las más altas montañas? Lo más brillante en Andrea Arnold es que se compromete a que ese virtuosismo con el que filma se mueva siempre a favor de una idea, de una decisión de representación, llevada con coherencia a sus últimas consecuencias con un pulso casi bressoniano. La pasión amorosa sin adornos. Una pasión amorosa llena de verdad, desprovista de sentimentalismos gratuitos.
La transfiguración de Heathcliff de niño a hombre se une a las elipsis más hermosas en la historia del cine, con un cuerpo que se pierde entre la bruma y resucita bajo la apariencia de un adulto. Es la decisión de una película que empuja definitivamente al aplauso en tanto que no se ha otorgado una sola línea importante al universo de la palabra, convencida de que jamás podrá competir con la novela. Todas sus decisiones pertenecen al mundo de lo visual, de lo formal, y esta elipsis temporal simboliza el éxito de tales disposiciones, que acaban conformando un precioso relato en imágenes.
La belleza de lo formal parece desvanecerse cuando aparece el conflicto, cuando sus personajes son por fin adultos, en un tercer acto que pareciera abandonarse a lo abstracto en lugar de culminar las relaciones entre los personajes de una manera contundente. En él se esconde un hermoso homenaje a la figura de Kaya Scodelario y la belleza de lo inconquistable. Los recuerdos persiguen. Ninguna experiencia presente puede acercarse siquiera a la magnificencia de lo vivido en el pasado. Y de ahí surge la apuesta arriesgada de un montaje también ingobernable. En el momento de la resolución del conflicto, la película echa la vista atrás, y decide concluir con un revelador recuerdo de la infancia: el momento exacto en el que dos personas decidieron que se pertenecían la una a la otra.
La Cumbres borrascosas de Andrea Arnold es poco accesible, y por tanto su rechazo es entendible. La obra cinematográfica destruye, una a una, todas las convenciones populares creadas en torno al material original. Poco tiene que ver con la novela, ni siquiera tiene que ver con el cine de su tiempo, filmada en un arcaico formato cuadrado impensable en la era de la alta definición. Y, sin embargo, puede que no haya mejor manera de representarla. Ni más honesta, ni más conmovedora, ni más auténtica. Las palabras son las más hermosas hijas de los libros. Al cine lo que es del cine. Todo lo demás es mentira.