A Richard Eyre le gustan los rasgos perfilados, lánguidos y casi perfectos de Cate Blanchett, o de Laura Linney. En ellos se encuentra la afirmación de la fisicidad de su cine.
También le gustan las premisas en las que la moral sea cuestionada y puesta en juego desde el primer minuto. Pero también juega con el morbo y con la polémica fácil, y por eso su cine pierde fuerza cuanto más gana en interés mediático.
Le interesa mucho más el componente humano que el cine, y al olvidarse del cine hace que el espectador se olvide de la importancia del componente humano.
Le apasiona la música y su presencia es fundamental en sus relatos. En esta ocasión uno de los grandes ingleses, Stephen Warbeck, pone la nota distinguida en el plano sonoro con una brillante partitura llena de buenos momentos.
Es el suyo por tanto un cine accidentado, lleno de aristas, pero también de incontables virtudes. Se trata de un cine de lo personal, de la relación, de la madurez, de la convivencia permanente con el sexo ajeno al seno del matrimonio y en consecuencia siempre visto como símbolo de pecado, de perdición y de discordia en los hombres (y mujeres) que retrata con esmero.
Crónica de un engaño no está lejos del resto de su filmografía, de nuevo los fantasmas de un elemento perturbador (esta vez, la infidelidad en el matrimonio) extraídos de una novela sirven como base para que Eyre desarrolle su personal universo, y aquí habla, con una madurez poco frecuente, los avatares del amor incondicional en el marco de una experiencia de dolor extrema, un amor que se extiende hasta la muerte del ser amado y más allá de él, y se atreve a mostrar cómo la vida encuentra caminos insospechados de perdón, redención y entendimiento.
Si a algo presta especial atención el director a la hora de construir sus ficciones, es al trabajo actoral de quienes encarnarán los personajes que ha creado a partir siempre de adaptaciones literarias.
En este sentido, pueden subrayarse los excesos de la mayoría del reparto, empezando por un Liam Neeson que en su intento de representar la emoción contenida de su rol, se lanza a la intensidad desmedida y a la mueca fácil, sin perder nunca la omnipresencia en la pantalla.
Podría hablarse también de la poca idoneidad de Antonio Banderas para el papel que interpreta, más allá del histrionismo que despierta en su creación o de caer condescendientemente en la representación de todos los tópicos del amante latino.
Poco que decir de los agraciados papeles femeninos: una Laura Linney con una joya de personaje, en lo escrito y también en lo representado, que quizás por tener sus minutos de aparición en pantalla más contados que el de sus compañeros masculinos, personaje y actriz salgan mejor parados que éstos. La siempre irresistible Romola Garai acepta la función secundaria de hija de la familia y aprovecha los pocos espacios de lucimiento que ofrece el guión.
Sería justo lamentarse, porque los logros de Eyre con su película y con la transmisión de un mensaje poderoso y emotivo sólo nos llegan a medias. Demasiado estatismo en sus personajes, demasiados diálogos, demasiado remontaje, como también la propia historia es un remontaje de la ausencia, de una vida en la que, tras haber finalizado, todos buscan encontrar los huecos de todo aquello de lo que no habían podido ser testigos.