No deja de resultar sorprendente la facilidad con la que este relato, ahora convertido en saga, le ha tomado el pulso a la vida en una aldea vikinga y a los constantes cambios que se producen en ella. Alejado de la naturaleza perpetua del cuento tradicional, el libro de Cressida Cowel parece advertir la transformación constante como condición inevitable de habitar el mundo.
Los personajes pueden morir y el mundo sigue girando. Los protagonistas, ahora adolescentes, pueden caminar con una pata de palo sin dramatismos y los enemigos enseñan también sin pudor sus miembros mutilados como señal del paso del tiempo. El concepto de felicidad como aquel lugar en el que nada ha de cambiar, propuesto por el entretenimiento infantil clásico, parece puesto en entredicho a través de una mirada menos ensimismada, que también puede poner en juego las exigidas dosis de fuegos artificiales. La felicidad aquí no es llegar al estado ideal, sino la posibilidad de continuar avanzando y mejorando.
En ese sentido, y sin el factor sorpresa en su poder, la secuela de Cómo entrenar a tu dragón parece dispuesta no sólo a continuar los planteamientos de aquella, sino también a amplificarlos. El mundo es ahora más grande, más lleno de posibilidades, pero también más peligroso. Los protagonistas ya no son niños, y viven con el deseo de caminar siempre hacia delante, de descubrir y de dejarse fascinar por todo. También quieren plantarle cara a sus mayores y cambiar las cosas, no tanto como un acto de rebeldía sino con ánimo de demostrar y demostrarse que ya están listos para tomar decisiones.
Si hay algo que defina visualmente a la película es su continua búsqueda de la pirueta visual por encima de cualquier consideración narrativa. La acción que tiene lugar en el relato, abundante y a menudo algo gratuita, sirve como vehículo para poner en escena largos planos con los que recorrer el escenario a partir de una ejecución de apariencia imposible. La “cámara” sigue el vuelo de los dragones y sus jinetes, sortea llamaradas, desciende y vuelve a ascender a la misma velocidad que los personajes a los que muestra.
Es una parte del espectáculo y de ese ritmo acelerado que ha impuesto la industria al producto infantil y que parece difícil de evitar en un proyecto de semejante tamaño, como si se tratase de ciertas concesiones con las que la película debe acordar ciertos tiempos muertos, abandonar sus propuestas y ceñirse a esos modelos, más cómodos pero también más mediocres. La poderosa banda sonora de John Powell debe dejar paso a menudo a la música pop y a cada momento íntimo o reflexivo le debe suceder un chascarrillo, pequeños detalles de los que la película no puede librarse.
Son concesiones que no ocultan las virtudes de la película, pero que consiguen que éstas brillen menos. Al terminar, uno descubre que la emoción no proviene de ninguna batalla ni de esos grandes vuelos a través de las nubes, sino de los momentos más íntimos, de la mirada entre dragón y jinete en la que buscan reconocerse, en los primeros planos a los personajes cuando se topan con un nuevo obstáculo o en la posibilidad de ver crecer y transformarse a la aldea de los protagonistas. Un lugar siempre feliz porque entendió que la vida es cambio.