Desde el primer minuto, esta película se empeña en alejarse de su predecesora. La mayoría de los espacios son ahora grandes desiertos, extensiones en ruinas. El nuevo protagonista se empeña en seguir la pista de los acontecimientos del filme original (Blade Runner, Ridley Scott, 1982), pero parece imposible, esquivo. Ya no es posible regresar del todo a aquel universo. Quizá por ello aparezca ese fallido holograma de Elvis Presley, que lo reproduce fielmente pero cuya artificialidad también certifica que “el rey” ya no volverá nunca. La película de culto tampoco.
Blade Runner 2049 es un filme que parece diseñado para demostrar que una secuela no tiene sentido, que hay lugares a los que es imposible regresar. Desde luego que está atravesada por un intrincado guión que viene a convertir la ética del replicante en un debate universal: ya no se trata de indagar en si los robots pueden albergar un alma, sino que la película llega a plantear un mundo en el que aquella comunidad robótica reclama al unísono esa humanidad que le ha sido negada. Pero todo ese complejo trabajo literario sólo parece servir de excusa a una serie de ideas, aún más complejas, que pretenden plasmarse en imágenes a partir del trabajo con la puesta en escena.
En primer lugar, la mencionada reflexión sobre el uso y los modos de una película-secuela, sobre su auténtica misión, escondiendo a los protagonistas del pasado, sacándolos de la ciudad, del contexto que los vio nacer en la ficción; convocando los hologramas de celebridades de la canción para enfrentarlos con el ridículo de intentar revivir al filme de Ridley Scott o, en fin, citando en última instancia la banda sonora de Vangelis como forma de denunciar la imposibilidad de repetir aquel milagro musical. Todo desemboca en una lectura hacia la que seguir insistiendo: ¿es misión de la película resucitar la experiencia del filme de 1982, o su cometido debe ser simplemente arrojar nuevas preguntas, plantear nuevos desafíos, expandir aquel universo, volverlo todo del revés igual que aquella película hizo con sus espectadores?
En segundo lugar, Blade Runner 2049 es una película valiosa ante todo por su capacidad de reflexionar sobre el poder de una imagen. K. (Ryan Gosling) va a obsesionarse con una imagen-número, una fecha olvidada, mientras una mujer produce nuevas imágenes en su laboratorio. Es un futuro frío y distante, ya no hay afectos, todo está dominado por la relación con las máquinas, nada puede evocar la calidez de lo humano. El único afecto posible se encuentra en una amante virtual, un holograma (otro más) que propone un juego íntimo donde el amor incondicional ya sólo puede formar parte de lo irreal, de la proyección de una imagen y de lo que uno proyecta a la vez sobre ella. Por eso el protagonista sólo puede relacionarse con otra persona en el plano físico cuando ésta se superpone sobre el holograma y ambas mujeres juegan a parecerse. ¿No son estas en realidad las formas de relación en el presente, donde una persona resulta más atractiva cuanto más se acerca a la imagen perfecta que ha creado de sí misma en la red?
A Denis Villeneuve le sigue interesando más la posibilidad de construir una atmósfera irrepetible que respetar los tempos del material literario que da vida a la película. El filme se dilata en el tiempo, se eterniza porque el estupor de no haber encontrado todo aquello con lo que pretendía reencontrarse es tan desolador como la historia que cuenta. La película respira, se aletarga, se deja contagiar de su propia desesperanza, atraída por la belleza sublime de la labor de iluminación y por unos efectos de sonido que insisten en contar que el mundo se sigue desmoronando a lo lejos. Sin embargo, en algo sí que se parecen ambas películas. En este futuro distópico lleno de frialdad e indiferencia, un gesto de amor pone el punto final a ambas ficciones. En ambas son las máquinas, en un gesto mesiánico final, quienes terminan recordando al hombre el valor de su propia humanidad. Son películas totalmente distintas que, aunque nacen desde lugares opuestos, se terminan encontrando.