Las viñetas que separaban un plano del otro en Hulk (2003) no estaban exentas de cierta ironía: al abandonar el papel, el mundo del cómic había perdido todo su sentido. Del mismo modo, Tigre y dragón (Crouching Tiger, Hidden Dragon, 2000) partía de la cuarta novela de una saga, y no de la primera de ellas, para dejar claro que aquel material de partida no era más que un simple pretexto con el que coreografiar un apasionado espectáculo visual. Es ese sarcasmo deslumbrante lo que ha hecho de Ang Lee un outsider en pleno Hollywood. Tal vez sea su privilegiada y eterna condición de forastero en occidente lo que le impulse a plantearse el porqué de las cosas, como cuando en Brokeback Mountain (2005) se interrogaba a sí mismo sobre las formas habituales de representar al cowboy en el western clásico.
Lo que ocurre en Billy Lynn ya no es una interrogación: la película completa está al servicio de la puesta en duda del nuevo héroe americano, un joven soldado que vuelve de Iraq convertido en símbolo de valentía de la primera potencia mundial. La crisis del héroe comienza desde la propia coyuntura de la creación del mito: William Lynn se ha convertido en un héroe sólo porque había una cámara registrando cómo se lanzaba al campo de batalla para socorrer a un compañero. Nada se muestra del destino de ambos y ya no importa saber cómo escapan de aquel fuego cruzado, lo importante es que la televisión ya ha forjado la figura que, durante unos días, servirá tanto de instrumento de exaltación de la patria como señuelo perfecto con el que justificar la guerra.
De vuelta a su país Lynn no se ha convertido en un ejemplo, sino en una figura mediática destinada a evaporarse con el paso de los días. El filme propone así un acercamiento al universo infantil de una sociedad obsesionada con la fama, la sociedad del vídeo viral y el discurso intrascendente, incapaz siquiera de discernir las implicaciones de un conflicto bélico. Es entonces cuando relato y discurso formal se mimetizan: el joven soldado es colocado en el centro de un escenario espectacular durante el descanso de un partido de fútbol al tiempo que Ang Lee lo filma todo a 4K y a 120 fotogramas por segundo.
«Tan real como la vida», que dirían algunos. O quizás más, una realidad superior y fascinante, y tal vez sea esa la cuestión: poner en escena la forma en la que se construyen las nuevas verdades neoliberales con el fin de ocultar todas aquellas que no conviene desvelar. En medio de ese espectáculo de hiperrealidad surge el acostumbrado romance entre una animadora y el héroe del día. La situación es tan inverosímil que, por fin, el relato deja entrever que quizá la propia película no sea otra cosa que la materialización futura de esa ficción que intenta conseguir un productor de cine cercano a los soldados durante todo el relato, con todos los clichés made in Hollywood incluídos. Para eso sirven los galones de guerra, aunque el título original del filme ya lo advertía: «Billy Lynn’s Long Halftime Walk», algo así como «El largo desfile de Billy Lynn durante el descanso». Y eso es justo lo que dura su fama.
Texto originalmente publicado en Caimán Cuadernos de Cine, número 57(108), febrero de 2017.