He aquí una película soberana a la que le cuesta mantenerse en pie. He aquí el ejemplo perfecto sobre cómo la puesta en escena, o la ausencia de ésta, es capaz de arruinar una película, o al menos, de convertir una potencial obra maestra en una obra menor.
La llegada de un adolescente a un seno familiar en el que la violencia y los negocios ilegales son una costumbre es el sustento argumental para que Animal Kingdom despliegue una historia en la que la moralidad y el espíritu se conjugan de manera constante para tratar de desmitificar sus conceptos y extraer su auténtico significado.
Una trama policial densa y de desarrollo imparable no impide descubrir que, en el fondo, lo que desea contar David Michôd en su ópera prima es el despertar de un adolescente a la vida adulta, un despertar en las peores circunstancias posibles. La valentía como modo de supervivencia, aferrarse a lo justo, a lo correcto, y aprender a confiar en un mundo que sólo genera decepciones.
De todas las películas que ha dado el género en los últimos años, el espectacular guión de ésta la convierte en una de las mejores. La radiografía familiar está dibujada con precisión de cirujano, y cada uno de los personajes ha sido bendecido con vida propia a partir de un texto sublime. La adecuación del extenso reparto de la cinta también ayuda a traducir en imágenes esa sensación de familiaridad y de cercanía que desprenden todos en conjunto.
Podría parecer injusto sentenciar a la película, pues, por una dirección plana y sin garra, a pesar de las buenas interpretaciones que Michôd extrae de su fantástico casting. Pero lo cierto es que la cinta pierde muchos enteros al estar contada bajo esa vacuidad estética y esa falta de riesgo en la planificación que envuelve una manera de rodar muy deudora de la tradición televisiva americana.
Cuando la imagen no ayuda a contar la historia, sino que la inmoviliza, o cuando da la impresión de que la cámara se encuentra en un lugar que no le corresponde, es el momento en que el cuento empieza a perder su fuerza. Y al hacerlo pierde también buena parte de su significado, o al menos el privilegio de poder llegar al corazón de quien lo escucha.
De ese modo, las imágenes de Animal Kingdom no distan mucho de la impresión que uno tiene cuando mira las imágenes de un telediario cualquiera. En ese sentido la película quedará felizmente emparejada con un film americano dueño también de promesas más grandes de las que ofrecen sus resultados. The Town (Ben Affleck) es sin embargo mucho más idealista, aún concibe una cierta esperanza romántica, y centraba muchos esfuerzos en la acción como elemento dramático. La película de David Michôd camina por otros senderos pero se siente igualmente incapaz de edificar la grandeza a la que estaba llamado su texto original.
Soberbio Anthony Partos en una música que sí ayuda a engrandecer ciertos momentos, y que recuerda, no por casualidad, al trabajo que Cliff Martinez hiciera en Traffic (Steven Soderbergh, 2000) y que terminó accidentalmente por definir el universo sonoro de buena parte del audiovisual contemporáneo en su género.
Celebrar la existencia de una película como ésta, valiente y decidida, contenida y arriesgada, una película australiana que ha sido capaz de dar la vuelta al mundo. Celebrar también el descubrimiento de un joven autor que promete un cine lleno de intensidad, un David Michôd que bien podría unirse a John Hillcoat en la radiografía de una generación de cineastas llamados a escribir una página importante de la historia del cine de su país de origen.
En estos tiempos en los que la creatividad en las altas esferas es un bien escaso y ningún film parece ya estar a salvo de las reescrituras mediocres, ¿cuánto tiempo tardaremos en encontrarnos con un remake americano de Animal Kingdom?