Amama quiere hablar del salto generacional entre padres e hijos, pero también quiere hablar del abismo que existe entre el campo y la ciudad. Quiere hablar de la vida y de la muerte, pero también del diálogo que establecen entre sí todas las artes que existen. Busca un diálogo sobre la transmisión de la cultura y la identidad, pero también persigue un discurso universal en torno al vínculo familiar como la más poderosa de todas las fuerzas.
Para hablar de tantas cosas al mismo tiempo, la película escoge el camino de la simplificación: una síntesis mal entendida. Como no hay tiempo para tratar cada una de esas cuestiones desde lo profundo, el filme decide exponer sus conclusiones e imponer sus ideas sobre cada tema desde una vocación didáctica. Es decir, que el relato pretende dar lecciones de vida antes de haber propuesto reflexión alguna al respecto. El pretexto, en este caso, es haber puesto sobre la mesa la esquemática historia de una familia vasca construida en torno a arquetipos: la hija moderna y rebelde, el hermano bonachón, la madre ausente o el padre autoritario.
Digamos que Amama ha predigerido el discurso que quería desarrollar antes incluso de haberlo presentado, temiendo quizá que su público pueda llegar a reflexiones diferentes. ¿Es esa decisión fruto de la desconfianza en su propio espectador, o la exigencia de quien no confía en su propia capacidad para representar en imágenes lo que piensa del mundo?
En ese sentido, el lenguaje visual sobre el que se mueve la película no se aleja demasiado de parámetros publicitarios: una puesta en escena de lo dogmático, que busca una única e inequívoca respuesta en torno a la complicidad emocional. Y es difícil no dejarse llevar por ella, porque la belleza plástica de las formas que maneja es tan sugerente que sus imágenes generan un fulgor irresistible, capaz de acallar cualquier pensamiento sobre su trasfondo.
El otro gran problema del relato es que, concebido en torno a la defensa de la cultura vasca, termina por abandonarse a un cierto ensimismamiento. El idioma euskera, al que se aferran sin excepción todos los personajes elimina el que, quizá, hubiera sido el conflicto interesante en torno a la lengua materna, combatiendo en lo cotidiano con la lengua española. La presencia de artistas de la tierra en secuencias concretas, la exposición de tradiciones como si, de repente, apareciese una vocación documental… Pareciera que, en algún punto del camino, Amama confundió la exaltación de la cultura propia con un peligroso localismo.
Tal vez puedan encontrarse todas las costuras de la película en su forma de utilizar las bonitas piezas de videoarte elaboradas por la joven protagonista: preguntarse en qué momento aparecen y por qué motivo lo hacen. Cuando un cierto vacío argumental se apodera del relato, entonces aparecen estas secuencias artísticas con el deseo de llenar un cierto vacío. Eliminar los silencios para que el espectáculo continúe. En esa operación estética Amama se encuentra con el sendero contrario al que quizá estaba buscando: la ausencia de libertad reflexiva, la prohibición de toda forma de pensamiento, la imposición de unas ideas. Una película que buscaba hablar, entre muchas otras cosas, de la libertad de elección como uno de los grandes tesoros de la existencia, termina prohibendo toda libertad a quien la contempla.