El trabajo de Tim Burton en la última década ha ido devaluándose y retorciéndose hasta adquirir un modelo concreto y evidente de producción en serie. En el preciso momento en que Burton advierte su imagen de marca como recreador visual de mundos fantásticos al mismo tiempo que su pérdida de identidad como autor en todo lo concerniente a lo narrativo, se dedicará con denostada apatía a explotar el impacto visual de esos diseños creativos y pesadillescos en detrimento de las historias.
A partir de entonces, el cuento popular, las leyendas, las historias de terror e incluso el relato clásico de ciencia-ficción pasarán por el prisma estético (que nunca narrativo) de su autor y de sus frecuentes colaboradores.
Aquí se rodea de un enorme séquito para diseñar sus decorados, pero tal vez la colaboración más importante haya sido la de Dante Ferreti en la dirección artística, verdadero creador del llamado ‘mundo burtoniano’ y adalid de todas las menciones de honor hacia las películas del cineasta: los decorados, la ambientación y la estética.
La Alicia de Burton no es ninguna excepción. Si El Planeta de los Simios defenestró el original a base de una recreación ridícula y grandilocuente, La Fábrica de Chocolate marcó el punto de inflexión en el que lo único importante para el director era la representación de su mundo imaginario y nunca la historia, y Sweeney Todd suponía el reciclaje de todos sus tics y muchas de sus películas para conformar un engaño de proporciones asombrosas, Alicia en el país de las maravillas se sirve del relato de Lewis Caroll, simplificado hasta el ridículo, con la única intención de explorar cómo se representarían las criaturas del escritor a través de la visión de Tim Burton.
El comienzo, ese conocido prólogo donde Alicia transita en el mundo real y aún no ha descubierto al conejo blanco, ya resulta decepcionante. Un comienzo televisivo, con una puesta en escena horrible y un gusto hortera por las interpretaciones histriónicas y rocambolescas advierte ya de la impostura de la propuesta.
Desde el principio ya de su metraje puede evidenciarse cómo la obra que Disney realizó en torno a la famosa novela es evocada en más de una ocasión, retorcida con una desidia evidente a través de procedimientos elementales, simplones y burdos, acordes a esa silenciosa y preocupante complicidad con el espectador de no ofrecerle nunca la posibilidad de pensar por sí mismo.
Incluso la tensión que existía en la película de Disney con respecto al tamaño cambiante de Alicia y las dificultades dantescas que ofrecían esos cambios físicos queda aquí desdibujada y diluida en un gusto simplista por lo puramente estético.
Es la demostración más plausible de que Burton le da, en todo momento, más importancia al escenario que a la acción, más importancia a lo superficial que a su contenido, consciente de su punto fuerte y de sus grandes limitaciones como narrador.
La película se convierte así (nuevamente) en una adoración constante y gratuita hacia los decorados y los cuidados efectos digitales, verdaderos protagonistas de la cinta, creyendo que ya sólo por el poder de su estética y lo pintoresco del diseño de sus personajes resulta un filme cool para jóvenes sin inteligencia, cuando lo que destila realmente es una confusión clara entre lo juvenil y lo adolescente, entre lo adolescente y lo infantil, traducido en un desarrollo carente de interés y frescura.
Se trata de un juego absurdo, sin dirección ni sentido. Nada tiene fuerza, ni verdadera relevancia, todo resulta bello y hermoso, en la continua trampa de llenarlo todo de los fuegos artificiales que tapan todas sus carencias. Ni siquiera los perros tienen la oportunidad de ser reales en esta impostura de lo real.
Una impostura que llega incluso a la actitud de Burton respecto a su propio producto: la atmósfera oscura se revela (nuevamente) como una pose forzada. Una oscuridad corrupta y cansina, ahogada por las carencias de la película pero también generándolas, y terminando como telón capaz de ocultar todas esas lagunas. Sólo cuando Alicia se enfrenta a sus miedos en esa misma oscuridad en forma de un enorme monstruo puede hablarse de que la cinta consiga al menos un momento interesante.
No pueden encontrarse muchos más, pues es todo un juego infantil que no puede interesar a ningún niño, que se vanagloria de dirigirse únicamente a unos adultos para los que la cinta no debería tener ningún interés, reduciéndose con simpleza a ilustrar el argumento más primitivo y despojándolo con desidia (nuevamente) de las posibles lecturas, mucho más profundas, que era capaz de disparar el material original.
Lástima que también el humor esté totalmente ausente de la ficción, de la puesta en escena y de los gestos de sus personajes. Sólo el aspecto pintoresco de éstos logra arrancar sonrisas primitivas al espectador.
Lo único que queda entonces, huérfanos de todo sentido, es admirar los lugares y los personajes del imaginario Burtoniano y, por desgracia, eso es lo único con lo que aspiran a encontrarse los admiradores de Burton.
¿Era necesario para ello tergiversar el relato de Lewis Caroll, o es simplemente una excusa más para tratar de ocultar (nuevamente) la falta de sustento argumental del último cine de su director?