Era de esperar. Una adaptación del relato de Dorian Gray, encarnado en el cine comercial de hoy en el Reino Unido, no podría generar otra versión del clásico de Oscar Wilde, centrado en la pomposidad de los decorados, en la genialidad de los vestuarios y en las interpretaciones de secundarios de lujo.
La representación pretende ser tan fiel al original que su incapacidad para no evidenciar las constantes lagunas en la dirección y en el desarrollo, propias de un autor que ya ha mostrado signos palpables de su fatalidad narrativa como Oliver Parker, perpetrando ficciones como Supercañeras o su acartonada versión de Othello en una filmografía que ha generado gran cantidad de representaciones falaces.
Su intento en la representación estética, algo que nunca consigue definir del todo pues parecen importar siempre más la dirección de arte y el diseño de vestuario que la propia historia, recuerda vagamente a la tradición inglesa del cine de terror, ese de gusto exquisito y de realización no siempre acertada. También podría encontrar su nexo de unión con El hombre y la bestia, en el Jekyll creado por John Barrymore, por la manifestación ingenua y afectada de ambas historias.
La mediocre composición musical de Charlie Mole para la película, que nunca encuentra un tema central ni una identidad propia para el apartado sonoro de la cinta, termina por sacar a la luz la auténtica vocación de la película: la de un filme mediocre que se cimenta en la calidad del relato en el que está basado pero que no tiene nada más que ofrecer salvo su propio argumento, e incluso algo tan sencillo no sabe contarlo con sencillez ni con precisión.
Ben Barnes y Rebeca Hall se sienten perdidos, desubicados en unos roles protagonistas desdibujados, planos y carentes de verdadera personalidad más allá del papel. Sobresale el trabajo de Colin Firth en un papel similar al que ya hiciera en Una familia con clase, aunque su buena creación no sea suficiente para tapar los enormes agujeros de la película.
Desafortunado acercamiento a una obra tan personal como turbadora, con tanto potencial cinematográfico que resulta desalentador apreciar cómo se echan por la borda todas las virtudes de tan poderoso relato.